De Concha a Chilluentes, por el Señorío

De Concha a Chilluentes, por el Señorío

viernes, 12 julio 2024 1 Por Herrera Casado

Podría haber titulado esta colaboración como “Donde habita el silencio”. Hubiera quedado más literario y definitorio. Pero hay que concretar, y al lector decirle de qué van los párrafos que siguen. Van de Concha y de Chilluentes: un pueblo y un despoblado, en el Señorío de Molina, que aun con edificios en pie se han quedado ya vacíos de habitantes. Una crónica más de esta tierra que desaparece, que se evapora.

Concha

De Concha dice el INE que actualmente ya no le quedan habitantes. Que todos se fueron, y simplemente existe el pueblo, vacío de gentes, aunque con una serie, todavía, de buenos edificios en pie. Al borde del antiguo «Camino Real» que desde Madrid conducía a Zaragoza, y resguardado del viento norte por un leve recuesto en el cual asienta, tuvo en lo antiguo, como tantos otros lugares del Señorío molinés, inmensos caudales ganaderos. Y la importancia caminera que su situación le confirió siempre.

Cuando se recorre el pueblo, y se admiran sus edificios, algunos nobles, todos dignos, con tallas, escudetes y aparatosos aleros, sorprende ver la ruina, que todavía se alza en el borde del antiguo camino real, de la casa que llaman «del mayorazgo», levantada en el siglo XVII por la familia López Mayoral, gentes dedicadas al cultivo ganadero, y con algunos miembros destacados en el campo cultural; en ella vivió don Gregorio López de la Torre y Malo (1700‑1769). Aunque nacido en Mazarete, estudiante luego en Alcalá, y abogado en los Reales Consejos en la Corte, López de la Torre se dedicó, en este su reducto de Concha, a escribir sobre su tierra natal, dando impreso en 1746 su más conocido libro, la Chorográfica descripción del muy noble, leal, fidelísimo y valerosísimo Señorío de Molina. En su casa se conserva todavía la antañona estructura primitiva: ancho portal con soberbio empedrado de dibujos geométricos. Gran escalera de tramos cortos: cocina típica, y, en la cara meridional, donde estuvieron las cuadras, puerta tallada en sillar montada de balcón con fecha del siglo XIX, y en el interior restos de pinturas en una saleta de recibimiento. Algunas curiosas rejas en los escasos vanos, y un huerto al fondo. Pasé por ella un día, charlando con sus habitantes, herederos solemnes de aquel cortesano, que me mostraron los baúles familiares, llenos de papeles, prosapias y cuentas. El recuerdo de todo aquello, siglos amontonados, hidalgos esparcidos, me llena de tristeza la tarde que, por última vez, he recorrido Concha.

Paso luego por la grande y ancha plaza mayor, que asienta en lo bajo. Grandes edificios populares encuadrados fielmente en el modo de construir de la comarca. De siglos anteriores, se ven restos de casonas nobles, reformados portalones adovelados, alguna fachada de ventanas con dinteles tallados. En otra plaza, una gran fuente de principios del siglo XX. En la iglesia parroquial se veían algunas interesantes piezas de arte. ¿Qué habrá sido de ellas, tras la emigración de sus gentes? ¿Seguirán allí, en esa que se autoproclama “Iglesia de Asilo”, las tallas de San Juan, Santo Domingo y San Francisco, que alojaron los párrocos en el amable acogimiento del gran retablo barroco hecho en el siglo XVIII por el artista molinés Miguel Herber? Había otro retablo, al que llamaban de la Virgen del Pilar, que en su predela mostraba a la Virgen María sobre un pilar, teniendo a su izquierda dos mujeres arrodilladas y a su derecha tres hombres en la misma postura, el último de ellos de aspecto infantil. A lo largo de un pequeño friso de esta predela se leía lo siguiente: «Este retablo hizo a su costa y debozión el L. D. Gregorio López de la Torre y Dª Francisca Martínez Año de 1737». El niño se llamaba Joaquín, lo sé cierto, porque heredó el mayorazgo. ¿Qué habrá sido de todo ello?

Chilluentes

Paso a continuación a memorar Chilluentes, que fue un pueblo más del Señorío molinés. Sobre una loma, en el vacío sustantivo de la sesma del Campo, surge una línea que parece un espejismo: es la ruina de un pueblo, el tembloroso mensaje de un ayer. Ir a Chilluentes ahora es como hacer un viaje al pasado. Donde no hay sonidos, pero se ven cosas. Y algunas se mueven. El trigo, por ejemplo, al atardecer el día, ya en mayo, granado y blanco casi, se espuma como un animalejo con miedo. Aquí nadie pronuncia palabra. Pero hay cosas, más allá, en lo alto: un castellote recio y gris, con hiladas poderosas, con niveles de pisos, con memoria de batallas, de avistamientos, de señales.

A Chilluentes se llega andando desde Tartanedo. Hace ya algunos veranos, en día de tórrido calor, un amanecer fresco y trans­parente como suele haberlos en el Señorío de Molina, mi buen amigo Teodoro Alonso y yo nos lanzamos a la búsqueda de lo que, en viejos papeles y en hablas populares, deberían ser los restos mínimos de un pueblo molinés que, hace ya siglos, quedó abandonado. Se trataba de Chilluentes.

En Tartanedo, en Concha, en Pardos y Aragoncillo me hablaron de él. Las gentes de Molina, que guardan siempre un caluroso amor entrañable hacia su historia y su pasado, decían de la torre y las ruinas de Chilluen­tes. En medio de las serranías de Aragoncillo, entre bosques de encinas y trigales, sin caminos posibles de acceso, salvo el caminar constante, de­bería aparecer el antiguo poblado. Ya decía de él, en 1776, don Gregorio López de la Torre y Malo que «Chilluentes es un pueblo reducido a nada, haviéndose despoblado el año de 1620. Está al pie de la sierra de Aragoncillo: tiene una atalaya y una iglesia dedicada a San Vicente Martyr … Chilluentes consta siempre haver sido lugar poblado con bastantes vecinos, por los libros de la iglesia de Concha y por otros papeles jurí­dicos».

Los viajeros ven con asombro esta huella insonora del pasado: sobre una eminencia del terreno, orgullosa sobre el valle, se alza la torre que fue fortísimo bastión defensor del pueblo. Sólo quedan tres pa­redones, habiéndose derrumbado, hace ya muchos años, el cuarto. Pero lo que queda es tan alto y tan fuerte que su presencia sobrecoge. Venía a tener el torreón unos cinco pisos de altura. El aparejo de la basa, en talud puesto, con sillarejos cruzados en zig-zag, muestra inequívocamente su origen altomedieval. A partir del segundo piso es construcción posterior, medieval, con algunos ventanales y un remate de almenas. En derredor de la torre, abundantísimas piedras, caídas de ella misma, y provenientes de otras construcciones adosadas, y de casas incluso.

El otro resto visible, por milagro salvado del antiquísimo pueblo de Chilluentes, es la iglesia parroquial, hoy ermita abandonada, dedicada a San Vi­cente mártir, rodeada de pálido cereal y algunas zarzas. Presenta hun­dida toda su parte orientada a poniente, en la que iría la espadaña o to­rrecilla de las campanas. La ermita es de una sola nave, de cubierta de teja sobre armazón de madera de sabina. Los muros, fuertes, de aparejo simple, con sillares bien tallados en las esquinas. El ábside es semicircu­lar, con someros modillones lisos sosteniendo el alero. En su centro estaba el detalle más sorprendente, que era un ventanal aspillerado y de vano semicircular, en cuyas jambas se veían grabadas tres grandes figuras geométricas, como estrellas diferentes inscritas en círculos, obra indudablemente románica, con visos de clara influencia de ese estilo. Lo llegamos a ver ese día, pero ahora ya no está. A la destemplanza de los tiempos achacaremos su desaparición. En realidad es uno más –muy pequeñito– de los capítulos que forman la secuencia del despojo patrimonial de España. Lento e inexorable, el tiempo y sus agentes se lo van llevando todo. Como se llevaron también los testimonios del pasado en su interior, donde había restos de la pila bau­tismal, románica también, de copa tallada en múltiples molduraciones, y en el suelo, dispersos, apa­recían, y aun formando parte del aparejo de los muros, como por el bancal corrido y adosado a todo lo largo de nave y ábside, se veían algunas lápidas o estelas funerarias, de tipo me­dieval, con círculos de piedra en los que estaban inscritos y tallados cruces y círculos varios. De todo ello, solo queda el recuerdo, constatado. Y de todo este vacío, la memoria, y poca.