Leyendas festivas con final feliz
Fiestas ahora, y días de salir. Pero preludio también de sesiones de charla, de evocación y análisis. Entre los cohetes se cuela un recuerdo alcarreñista, una jornada de fiesta antigua, un hecho cierto que registraron los viejos cronistas. Nada menos que la lucha de un toro y un león, en la gran plaza frente a palacio, y el accidente que le siguió, digno de haber llenado hoy las portadas de todos los periódicos. Vamos a recordarlo.
El león que se subió a las escaleras de palacio
De entre las muchas leyendas que aún circulan, entre los eruditos solamente, relativas a cosas sucedidas en Guadalajara en siglos pasados, me gustaría traer al recuerdo de todos, la que dicen ocurrió en nuestra ciudad a comienzos del siglo XVI, y que fue protagonizada por quien entonces era uno de los mayordomos del duque del Infantado, Diego de la Serna y Bracamonte.
Dicen que este buen hombre, que ya gozaba fama de valiente y forzudo entre sus convecinos, demostró lo que valía en la ocasión memorable en que vino a nuestra ciudad el rey de Francia, Francisco I. Mejor será dicho que “le trajeron”, porque el Rey de Francia nunca hubiera venido, por sus propios medios, a nuestra ciudad. Pero ocurrió que se metió en guerras, y más concretamente contra el Rey de España, Carlos de Habsburgo, y perdió. Perdió en Pavía, donde fue hecho prisionero, y traído a la fuerza hasta Madrid. A su paso por Guadalajara ocurrió lo que ahora cuento.
Los duques y el Concejo le ofrecieron un espectáculo nuevo y alborotador: consistía en poner a luchar a un toro y a un león de los que guardaba el duque en su particular parque zoológico, que tenía en el edificio de las Caballerizas frente al palacio del Infantado. En la plaza que se formaba delante de su espléndida fachada, pusieron a ambos animales a luchar, con el infausto resultado de que el león se escapó, se metió al patio [nunca mejor nombrado de los leones], sembrando el pánico entre los asistentes, y quedándose finalmente agazapado en el descansillo de la escalera del palacio.
Recuerda esta anécdota, con todo lujo de detalles, el escritor jesuita Hernando Pecha en su «Historia de Guadalaxara» y aprovecho a darla aquí, transcrita para que no pierda nada de su original referencia contemporánea: Don Yñígo López de Mendoza, quarto duque de el Infantado (es una confusión del historiador jesuita, pues se refiere realmente a don Diego Hurtado, tercer duque) tenía en su casa leones, tigres y onzas, solo para obstentación de su grandeza = Quando hospedó en esta ciudad al Rey Françisco de Françia que venía preso a la Corte de el emperador Carlos Quinto, entre otras fiestas con que le festejó una fue lidiar un león con un toro, hízose en la Plaza de el duque una empalizada y quando se celebraba el encuentro, escapóse el león y se entró en el Patio de el duque despejándole de gente, que no paró en él nadie huyendo todos y subiéndose a los corredores a guareçerse de el león = Huvo en toda la casa una turbaçión grande, porque se entravan los hombres y las mugeres hasta las Piezas más secretas huyendo de el león /Servía a los duques de Mayordomo un híjodalgo, hombre prinçipal muy valiente y de grandes fuerzas, que se llamava Diego de la Serna Bracamonte, pareçióle que a él incumbía por razón de su offiçio quitar el Alboroto, y sossegar la gente, y evitar alguna desgraçía de matar, o maltratar el león los que encontrase; que se atrevió a acometer una temeridad que le pudiera costar la vida, tomó una hacha ençendida en la mano izquierda, y en la derecha su espada desembaynada, y solo baxó por ía escalera en busca de el leon bravo y enfurezido, topole en la Mesa de en medio de la misma escalera, açercósele a él, y encandilóle con la luz de la Hacha y arrinconóle, puso la espada debajo de el Brazo izquierdo y con la mano assióle de la Melena, y casi en peso lebantado, llevó al león por todo el patio y passeóle por la Plaza, entróle en la Huerta de el duque donde estava la leonera, y dexóle ençerrrado en ella, con admiraçión de el Rey de Françia, de el duque, y de los demás, que no acabavan de darle graçias por averlos librado de las garras y presas de el león.
Esta curiosa anécdota prueba, de un lado, la valentía de aquel famoso Diego de la Serna, y de otra, nos pone bien a los ojos las fiestas raras y las costumbres caprichosas de los Mendoza arriacenses, que para entretenerse, y entretener a sus ilustres visitantes, no vacilaban en soltar un toro y un león en la plaza delante del palacio, y pasar la tarde viendo cómo se despedazaban entre sí los animales. Tiempos aquéllos…
Otras fiestas de nota
Fiesta grande la que se dio en nuestra ciudad los primeros días del mes de febrero de 1560, cuando se celebró aquí la boda del Rey Felipe [II] con la princesa de Francia, Isabel [de Valois]. Era esta la tercera boda del rey Felipe, y se desarrolló en Guadalajara, durante unas memorables jornadas que ocuparon los primeros días del mes de febrero de 1560, en torno a la Candelaria y San Blas. Parece que hubo suerte y no nevó, ni tampoco hizo un frío ruin. Se conoce que todavía había invierno para rato.
En la calle, la fiesta duró varios días: se pusieron mesas con comida en las principales plazas, y fuentes de vino en la Plaza Mayor y en la del Concejo. Delante del palacio, en lo que entonces era enorme plaza ducal, se celebraron corridas de toros, una de diez toros la tarde de la boda, y los siguientes días juegos de cañas y distracciones caballerescas, que el rey y la reina, con toda su corte, contemplaban desde la galería alta de la fachada (aún no había hecho el 5º duque las reformas que dejaron el frontal palaciego tal como hoy lo vemos).
Solo los cronistas de la época nos hablan con algún detalle de aquellos días, pero es fácil imaginar que las anécdotas se sucedieran sin descanso. El Rey, que al parecer (y por excepción festiva) vistió completamente de blanca seda, siguió despachando papeles con sus secretarios, y aquí en Guadalajara pasó unos pocos días, para luego seguir, en comitiva alegre, por el valle del Henares, hacia Alcalá, y de allí por las vegas hasta Toledo, donde aún tenía su alcázar regio plagado de la parafernalia administrativa de su gran imperio.
El pueblo de Guadalajara dio pruebas de su capacidad acogedora, porque la jornada de esta boda real, que como es lógico quedó anclada en los anales históricos de la ciudad, fue recordada por muchos años, de generación en generación, cambiándole a veces entretenimientos y consejas. Porque el tiempo –y más ahora que alguien le ha acelerado– no perdona y borra a trozos los pasados momentos.