Puentes y fuentes de Guadalajara
El pasado día 8, y como un acto más de la programación que la Asociación de Amigos de la Biblioteca Pública Provincial ofrece durante el curso, que este año va dedicada muy especialmente, bajo el título “El río que nos une”, a tratar el tema del agua y los ríos en nuestra provincia, tuve el placer de pronunciar una conferencia sobre el tema que encabeza estas líneas. Muchas imágenes proyectadas, y muchos nombres relativos al agua, a sus cursos y sus realidades.
El tesoro de Guadalajara
Inicié mi intervención con una más que obligada alusión a la riqueza de nuestra tierra, que como todos saben es el agua. Aquí no hay grandes emporios industriales, financieros ni productivos, por lo que nuestra población, que va menguando, tiene escasas oportunidades de progresar.
Sin embargo, Guadalajara es una de las provincias españolas que tienen en nómina una de las riquezas naturales del planeta, en la actualidad y mucho más en el futuro. Tenemos una verdadera mina, grandiosa, inagotable: tenemos agua.
¿Y qué hacemos con ese agua? ¿Utilizarla en beneficio de los habitantes de Guadalajara? En absoluto: la regalamos, se la ofrecemos a otros, teóricamente “a quienes más la necesitan”, aunque este año por poco se ahogan en Murcia, de tanta agua que les cayó del cielo.
Los puentes de Guadalajara
Tras esa obligada alusión a nuestra riqueza , pasamos a ver las formas en que por Guadalajara los múltiples cursos de agua se han salvado, desde hace siglos. A través de sus puentes. Y las formas en que ese agua, que mana por cualquier rincón de la tierra, se encauza y ofrece. En forma de fuentes.
Los ríos han sido, durante muchos siglos, -cuando la gente se trasladaba de un lugar a otro por el único sistema que cabía esperar, o sea, andando, o sobre caballería,- las auténticas fronteras de los territorios. Mucho más difíciles de salvar que las montañas, que mejor o peor, se escalaban y se atravesaban por caminos siempre firmes.
El agua de los ríos, sin embargo, obligó desde hace mucho tiempo a pensar en sistemas, sencillos o complejos, para atravesar sus cauces. De hecho, quienes en la antigüedad se declararon como expertos constructores de puentes, llegaron a ser los ídolos de la sociedad. De ahí que en la católica religión, por ejemplo, a su máxima autoridad le den el calificativo de Sumo Pontífice, esto es, el mejor “hacedor de puentes”.
En Guadalajara hay cuatro grandes valles o cuencas, que desde la Sierra Central arropan en su punto más declive el agua que las montañas recogen. Son estos el valle del Jarama, luego (hacia el este siempre) el Henares, más allá el Tajuña, y finalmente el gran Tajo, que recogerá al fin las aguas de los anteriores y las llevará al Oceáno.
Para salvar el curso de esos cuatro ríos, y de muchos otros riachuelos y arroyos que les nutren, hubo que hacer puentes. Que al principio eran simples hileras de piedras que ayudaban a pasar a pie firme sobre el agua en los vados. Luego ramas y troncos de árboles cortados y puestos en horizontal sobre las orillas. Finalmente llegaron los “pontífices” montando sus puentes de entablamentos rectos, de grandes arcos, o finalmente los colgantes, porque de todo tipo tenemos aquí puentes.
En mi charla hacía un repaso, a través de las imágenes, de docenas de esos puentes. Sencillos unos, admirables otros. Antiguos y modernos. Ejes de caminos, sustentos a veces de pueblos y ciudades. Porque, en la Antigüedad, allí donde había un puente había recogida de impuestos: todo el que lo pasaba, y más si llevaba mercancía para vender o transportar, tenía que pagar el “pontazgo”, esto es, el peaje por cruzarlo.
Ocurría así que las ciudades y villas que sobre los caminos muy generales tenían puentes, generaban riqueza para sus concejos y habitantes. Fue el caso de Guadalajara, que ya cuando era la Wad-al-hayara del califato cordobés, tenía un puente monumental sobre el río Henares, con una alta torre situada en su centro más elevado, donde se pagaba el impuesto. Lo mismo ocurría en Zorita de los Canes, uno de los principales pasos sobre el Tajo. O en Trillo.
Quizás los más hermosos puentes se encuentran en las altas tierras serranas, donde lo escabroso de las orillas obligaba a hacer obras difíciles y estéticamente apreciables. Es el caso de Beleña del Sorbe, donde el puente medieval se alzaba sobre el hondo foso del río, o en Huertapelayo, donde se levantó el puente de la Tagüenza, todavía vivo tras numerosos hundimientos y reconstrucciones.
La época del tren, por el valle del Henares, primero, y luego también por el Tajuña y Tajo, obligó a levantar algunas estructuras reforzadas sobre las antiguas. O puentes de hierro, como el de Peñahora en Humanes, sobre el Sorbe. O algunos tan espectaculares como el de Mondéjar. De otros, clásicos, como el de Pareja, nada quedó tras la construcción del embalse de Entrepeñas. Más suerte tuvo el puente medieval de Auñón (que comparte paso con Sacedón), porque se quedó aguas debajo de la presa, y aunque ya ningún camino pasa sobre él, mantiene su arisca y elegante traza sobre las escasas aguas del río.
Muchas anécdotas surgen cuando hablamos de puentes de Guadalajara. Por ejemplo, la del puente de Cerezo (de Mohernando), uno de los más bonitos del Henares, que no conduce a ninguna parte, porque la carretera que pensaba unir la Campiña con la Alcarria a ese nivel, no se llegó a concluir nunca.
O el puente de Tortuero, sobre un arroyo serrano que lleva al Jarama, que a pesar de su valiente trazado, la amenaza de hundimiento obligó a colocarle un apoyo central que le da una silueta inconfundible.
Las fuentes de Guadalajara
En cuanto a los lugares donde surge el agua del interior de la tierra, a los que llamamos fuentes, también tenemos enorme muestrario, y variado. Desde los hilillos de agua (dura por lo caliza) que en las laderas de la Alcarria recogen el agua de los niveles freáticos, hasta ese chorretón que nace en Lebrancón dando vida al río Bullones, o la balsa que en Cifuentes se forma nada más salir a superficie de la roca interna esas “siete fuentes” que le dieron nombre a la villa.
Canalizadas, estructuradas, ejes de vida, las fuentes surgen en cada pueblo de nuestra provincia. Unas en el centro de la plaza, otras en los accesos a la villa. Algunas tan antiguas y curiosas como la “fuente del moro” en Yélamos de Abajo, que en los últimos años se ha quedado seca porque ha debido haber algunos derrumbes en el canal que traía el agua de lejos. Y otras tan clásicas y legendarias como “la fuente de la niña” en la capital, que centra un parque y escucha las noches de luna el cántico de su protagonista.
Las más destacables, en mi opinión, son esas fuentes alcarreñas, puestas en la parte más baja de la villa, que durante siglos tuvieron tal importancia que, además de darle nombre al pueblo, supusieron la vida en su torno: así la fuente de Fuentenovilla, recientemente restaurada con acierto, que muestra su gran depósito estilo escurialense, el escudo de la villa, la talla de una mujer que es todo belleza y vida… o la fuente de Fuentelecina, la fuente grandiosa en el vallejo que corre hacia el Arlés, y que tiene muros cilópeos de donde surge el agua por caños que centran las facies leoninas talladas en ellos, o el gran aljibe que la precede, con sus sotos donde la gente charlaba, los muleros paraba, y las mozas cargaban sus cántaros.
Para la mí más grandiosa es la fuente del Pozo, de Solanillos del Extremo, de la que ya traté en un artículo, en estas páginas, en julio de 2009.
La fuente del Pozo, de Solanillos (la más grande de la veintena de fuentes que tiene el municipio) la encontramos bajando unas cuantas calles, en recodos, desde la plaza mayor, en dirección al barranco o camino de Cifuentes.
La fuente es un enorme muro de piedra caliza muy bien tallada, con sillares perfectos, que el tiempo ha puesto grises. Un muro central nos muestra una especie de capilla por donde sale el agua, sumándose en lo alto de un ventanal, que le da airosidad. El agua se vierte a un pequeño pilón, del que corre a los dos lados, por medio de ancha conducción de piedra. Pero también deja escapar parte de su caudal al centro, quedándose en un enorme y cuadrado pilón donde beberían antaño las caballerías y las mujeres bajarían a lavar. Luego recibe, en su parte izquierda, el caudal más breve de otro manantial dulce, y finalmente las aguas por conductos subterráneos salen del entorno, atraviesan el camino, y se van hacia los huertos, a regarlos generosamente.
Todavía en la Alcarria quedan muchas fuentes por admirar. La Alcarria es una comarca en la que el agua surge por mil breñas. En Pastrana, sin embargo, la más hermosa de todas ellas está centrando una plaza, y la pusieron por mote “la fuente de los cuatro caños”, aunque hay muchas otras que podría llevar ese nombre. La pastranera es especial, trazada por el arquitecto Tuy en el siglo XVI, con símbolos y filosofías tallados en su grisácea materia.
Cerca, en Albalate de Zorita, admiramos otra fuente de categoría. La “fuente de los trece caños” la llaman allí, aunque el viajero solo ve saler el líquido elemento por 8 chorros en su frente. Pero el complejo acuoso echa agua por otros caños de la espalda, y lleva el caudal por los campos, a través de complejos pasadizos tallados en su piedra. En opinión del profesor Ballesteros San José, que la describió con detalle en el libro “100 Propuestas Esenciales para conocer Guadalajara”, esta fuente albalateña “posiblemente sea la más significativa de la provincia”.
En Brihuega hay varias, pero es la “fuente blanquina” la que llama la atención y da fama a la villa. Como en la alcarreña Jadraque, en la remota villa preserrana de La Mierla o en el solemne conjunto de fuentes seguntinas, en el que solo tres detacamos de lo que supone un conjunto que ha merecido una monografía impresa: la “fuente del abanico”, la “fuente de la Huerta del Obispo” y la “Fuente de la catedral”.
La charla acabó con un coloquio en el que quedó de manifiesto, una vez más, que podemos estar orgullosos de la variedad de puentes y fuentes que hay en nuestra provincia, y del agua que de ella mana, dejando un rastro verde y sonoro. Lamentando, eso sí, que muy poco de esa riqueza pueda ser recogida por sus habitantes, que se limitan a mirar, sorprendidos, cómo el agua fluye por sus tierras, y casi sin previo aviso se lleva a otras, a dar riqueza y alegría en ajenos lares.