Castilla la Mancha en la palma de la mano
Hoy celebramos el Día de la Región, un aniversario más desde la aprobación del Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha. Aunque a veces nos dejamos llevar por la pasión política (unos más que otros, también es verdad, y unos con menos raciocinio que otros) y eso nos da una visión sesgada de la realidad circundante, lo cierto es que nuestra tierra es hermosa y nos recibe siempre con los brazos abiertos… A ella nos vamos ahora a caminar, a descubrir los pueblos más llamativos, con mayor fuerza en sus perfiles.
De los 919 municipios con que cuenta nuestra Región Autónoma (más de la mitad no alcanzan una población de 500 habitantes), destacan algunos por su prestancia, por su importancia histórica, o por las referencias patrimoniales y visuales que poseen. A ellos, como símbolos de un territorio en su día de fiesta, quiero referirme ahora. Para que sigan estando en el plano de posibles objetivos a viajar hasta ellos. Son cinco pueblos, uno por provincia. Puestos aquí con el exclusivo mérito de ser mis preferidos.
Chinchilla de Montearagón
Tras caminar por las llanuras de la Mancha de Montearagón (la que se acerca al Levante) en lo alto de un cerro se ve con asombro un castillo imponente: es el de Chinchilla, tierra fronteriza. El pueblo, descolgado sobre las faldas del cerro, cuestudo y animado, es uno de los espacios con mayor fuerza evocativa de nuestra tierra. Esa evocación se centra, con dinamismo urbano y variedad de arquitecturas, en la plaza mayor, la plaza del Ayuntamiento, donde sobresale el edificio concejil, al que siempre miro con asombro.
El Ayuntamiento de Chinchilla es un elemento arquitectónico complejo. Se conforma con la suma de tres grandes edificios que a lo largo de los siglos han ido teniendo diversos usos públicos. El cuerpo central es el más antiguo, pues fue construido en el siglo XVI. En él se situó la gran puerta principal, de estilo plateresco, que se abre a la calle llamada de La Corredera, y que sigue constituyendo el único acceso, o el principal, al Ayuntamiento de hoy.
Esta fachada, fechada en 1590, se incluye en un estilo que se ha denominado manierismo andaluz vandelviriano, porque lleva en su conjunto ornamental una serie de elementos utilizados con profusión por Andrés Vandelvira y su escuela: rombos, espejos, recuadros lisos y cajeados, etc. Es esta una fachada de edificio público muy armoniosa, destacando el hueco de la portada y el ático superior con dos ventanas laterales. En su segundo cuerpo admiramos un ático en el que está tallado el escudo real con el Toisón, acolado sobre cueros y flanqueado por dos hermes femeninos con mazas curvas. Más arriba, en una venera aparece la figura de Dios Padre escoltada de sendos jarrones estilizados. En alto, y sobre el eje de las columnas, aparecen sendos escudos heráldicos de la ciudad de Chinchilla.
Por muchas razones, algunas de pura filosofía política, Chinchilla nos ofrece en este edificio concejil un ejemplo de puridad arquitectónica que se condimenta a la perfección con el resto de la villa.
Almagro
Las llanuras manchegas se adensan en Almagro, cabeza que fue muchos años, siglos, de la Orden de Calatrava. Un lugar lejano al final de los caminos, pero un lugar en el que se palpa el poder de los antiguos, el del Emperador Carlos, el de los Függer sus banqueros, el de los maestres y comendadores calatravos.
Almagro es uno de esos lugares donde late España: sus severas calles rectas bordeadas de casonas y palacios, blancas las frentes y altivos los escudos sobre los umbrales. En el interior, patios solemnes con capiteles, vigas y zapatas talladas. En las plazuelas, conventos, enormes iglesias, rejas y azulejos.
De Almagro me quedo, quizás, con la plaza mayor, con su Corral de comedias, con su levantisco Concejo, con el palacio de los maestres hoy convertido en Museo Nacional del Teatro. Esas galerías de tono verdoso, de pequeños cristales y holandas tejidas en los visillos. Ese aire de ancho rodar sobre el pavimento de colores.
Pero en Almagro hay mucho más que ver: el convento de los franciscanos es hoy Parador Nacional, inacabable de patios; y lo que fuera Universidad dominica quizás continúe de taller de carpintería, como lo era hace unos años: no he pasado por allí en el último decenio. No puede olvidarse el palacio de los Condes de Valdeparaiso, el callejón del Villar, y las pinturas de guiño americano en la iglesia de San Agustín, más la grandilocuencia espectacular del templo jesuita de San Bartolomé. Todo en Almagro es belleza de formas, y sobre todo de tranquilidades.
En las afueras del pueblo, no debe el viajero olvidarse de visitar, de un lado, la ermita de Nuestra Señora de las Nieves, con su plaza de toros aneja, y por el otro, la castellanía soberbia de Calatrava la Nueva, sobre el cerro de los Alacranes, mirando ya a la Andalucía.
Belmonte
La provincia de Cuenca tiene su mejor representante en Belmonte, que da miras desde lo alto de su castillo gótico a las llanuras manchegas que corren hacia el sur. En ese castillo de los Pacheco, que ahora está dinamizando su presencia turística, puso su mejor gala el borgoñón Juan Guas, y hoy el viajero se queda atónito viendo su perfil en lo alto, sus recias y elegantes torres, sus artesonados dentro, su patio enorme y su pozo, junto al que pasara tantos días Eugenia de Montijo, la que fuera antes emperatriz de Francia.
Por el pueblo todo son recuerdos de Fray Luis de León, y aquí aparece su estatua, allí la casa donde naciera, en ese otro lugar una placa, pero siempre en las calles que van ascendiendo a la Colegiata, donde las artes del gótico dejan sabias señales en los altares, las puertas, los sillones del coro….
En la plaza que se llamó “del Pilar” porque lo tenía, de piedra, y muy grande, en un costado, junto a un abrevadero donde se acercaban a beber las caballerías, en su costado norte se alza la fuente de ese nombre, la mayor del pueblo y una de las más sugerentes de la Mancha. La plaza que está dedicada a Enrique Fernández es hoy un espacio cómodo, muy amplio, que aparece cerrado en la parte oeste por el convento de los Trinitarios. La fuente fue construida en el siglo XVI por iniciativa de los marqueses de Villena, señores seculares de la población, y así se completaba un lugar que siempre fue abierto, destinado a mercados y tratos, donde se reunía la gente, pegada al barrio de San Isidro, de casas humildes y populares.
Sigüenza
En la provincia de Guadalajara, a la hora de elegir su pueblo (su ciudad, en este caso) más representativo, no me cabe duda en señalar a Sigüenza. La varias veces secular población que señorea el alto río Henares.
En ella hay ocasión de adentrarse en el espíritu del Medievo. Pero quizás la esencia de su historia y de su rico patrimonio sea la catedral, dedicada a Santa María, obra de aspecto militar, de origen románico pero cobijadora de todos los estilos y las riquezas del arte.
La catedral seguntina, comenzada a levantar desde el momento mismo de la creación de la diócesis y del nombramiento de su primer obispo, don Bernardo de Agen, es un edificio plenamente medieval, con fuerza. Los trabajos se iniciaron hacia 1125, nada más ser conquistada a los musulmanes la pequeña localidad en la orilla del Henares. La planta del templo, de tres naves, rematada en principio por tres grandes ábsides semicirculares, era plenamente románica, con un estilo borgoñón muy marcado, pues sus cinco primeros obispos eran gentes venidas del territorio galo (Aquitania, Poitou, Gascuña, etc.)
Las torres de las campanas, sobre la fachada oeste, se culminaron con defensas almenadas, como si fuera un castillo, y a ras del suelo se abrieron solemnes portadas de arcos semicirculares con múltiples baquetones y decoraciones mudejarizantes de plantas y acantos.
Como todas las catedrales, la de Sigüenza continuó su construcción durante siglos, añadiendo en cada época elementos del estilo de cada momento: así puede decirse que es románica en su esencia y planta, en sus puertas y ventanas, pero gótica en sus pilares, capiteles y bóvedas. Detalles mudéjares quedaron en sus capillas, como la de la Concepción en su nave norte, y sobre todo elementos fabulosos del Renacimiento plateresco, como los altares del crucero (Santa Librada, don Fadrique, la capilla de San Juan y Santa Catalina), sus predicatorios y la sacristía de las Cabezas, joya del arte renacentista y esencia del neoplatonismo.
En el interior lo que más admiramos es la capilla que remata la nave de la Epístola, dedicada a San Juan y Santa Catalina, y propiedad durante siglos de los Vázquez de Arce, en la que se alza junto a otros el enterramiento de Martín Vázquez, comendador de la Orden de Santiago, y una de las expresiones más bellas de la escultura funeraria en el mundo: le llaman “El Doncel” y permanece alerta, vivo, leyendo y meditando en su hogar de alabastro.
Ocaña
De la toledana Ocaña, en la llanura todavía alcarreña de su alta mesa, destacamos el vigor de sus edificios públicos, la memoria de su independencia jurídica tallada sobre la piedra de su picota, algunos palacios de traza gótica y algunos conventos (dominicos sobre todo, también carmelitas, franciscanos…), la fuente grande imperial, pero sobre todo la monumental plaza mayor, que es el producto de una política ilustrada, de mejorar el trazado de las ciudades, para hacerlas más cómodas y útiles a sus habitantes, y que aquí cuajó en una maravilla urbanística. Como la plaza se había ido deteriorando con el tiempo, y resultaba estrecha para las reuniones comerciales de los mercados y ferias, el Ayuntamiento decidió, a finales del siglo XVIII, y tras someterlo al juicio y opinión de algunos especialistas en urbanismo, levantar nueva plaza, que hoy vemos casi cuadrada de planta (55 m. por 52,5 m.) y con sus fachadas absolutamente simétricas, desarrolladas en cuatro alturas. La planta baja, soportalada en todo su perímetro, se abre con arcos de medio punto de ladrillo (dieciocho arcos en los lados mayores y diecisiete en los menores) que apoyan en 70 pilares construido de sillares almohadillados de piedra de Colmenar. La techumbre de los soportales se forman con vigas de madera y bovedillas. En los dos pisos en alto, también con fachada de ladrillo, se abren balcones, y todo ello se remata por una cornisa de orden toscano, dando paso al tejado, muy pendiente, en el que sobre los ejes de los balcones y los arcos se abren ventanas abuhardilladas.
Debe destacarse, de todo el conjunto, la presencia del Ayuntamiento, que muestra en su fachada las placas que recuerdan haber sido elevado el conjunto cuando era rey de España don Carlos el tercero, y cuando los gastos de todo lo puso el común de la villa, en 1791. Este edificio concejil tiene una fachada con una primera planta de tres balcones, y una segunda de dos, apareciendo entre ellos el escudo heráldico municipal timbrado por corona ducal y sostenido por una pareja de leones, alojándose bajo la cornisa en forma de frontón. ¿Hay quien dé más? Son los espacios y los edificios solemnes que marcan la antigüedad y la dignidad de una tierra como la nuestra, que hoy celebra su fiesta, basada en la firma de un “estatuto de autonomía”, que, por lo que se ve, continúa siendo objeto de revisiones y controversias. Dejémoslas, ahora, para otra ocasión.