Secretos de la vida de la Éboli

viernes, 27 enero 2006 0 Por Herrera Casado

Aunque parecía imposible, todavía se pueden recibir sorpresas acerca de la vida y la memoria de la Princesa de Éboli. No muchas, y en cierto modo sutiles, pero en el libro que acaba de publicar el conocido egiptólogo Nacho Ares, aparecen tres o cuatro detalles, distribuidos a lo largo de las casi 300 páginas de su libro, que nos hacen tomar un nuevo derrotero en la apreciación de esta alcarreña que llenó con sus intrigas y su belleza el Siglo de Oro español.

Datos sobre sus viajes, sobre su vida en la prisión dorada de Pastrana, sobre sus retratos, sobre el origen de su lesión oftálmica… y no sacados de la imaginación o del sufrido trato con los misterios que nunca se pueden desvelar, no: sacados de documentos, de estudios concienzudos, de deducciones cargadas de lógica.

Ana de Mendoza, Princesa de Eboli y duquesa de Pastrana, interpretada por el artista Rafael Pedrós

Un misterioso viaje a Andalucía

Nacida en Cifuentes (1540) y muerta en Pastrana (1592), doña Ana de Mendoza y de la Cerda, duquesa de Pastrana y Princesa de Éboli, grande de España, heredera de una de las mayores fortunas del reino, vivió siempre en Castilla, pasando sus días entre las villas alcarreñas en que nació y murió, más algunas estancias en Valdeconcha, y largas temporadas en Guadalajara, en el palacio de los duques del Infantado, sus “primos”.

Vivió por avatares de la vida, peregrinajes de sus padres, y asuntos de su esposa, en otros lugares como Valladolid, Alcalá de Henares, Simancas y Zaragoza. Y sufrió prisiones, aparte de su propio palacio donde llegó a morir “emparedada” en sus habitaciones, en localidades de la meseta cercana como Santorcaz y Pinto.

Pero en este libro Nacho Ares nos desvela un lejano asentamiento de doña Ana, desconocido hasta ahora: en 1566 ó 1568, viajó hasta Sanlúcar de Barrameda, acompañando a su esposo Ruy Gómez, y a su hijo mayor Rodrigo de Silva, cuando fueron a tratar la boda de su hija mayor, doña Ana Gómez de Mendoza y Silva, con el mayorazgo del ducado de Medina-Sidonia. Fue esa hija mayor de la princesa, doña Ana, (y no la nuestra, la alcarreña) la que dio nombre, porque era terreno suyo, y en él le construyó un palacio su marido, a las marismas atlánticas que hoy constituyen el “Coto de Doñana”. En aquella ocasión los alcarreños fueron revestidos con los hábitos de la Orden Tercera del franciscanismo.

Secretos de un ojo perdido

Tomados casi todos los datos del estudio sabio y científico de Gregorio Marañón, Nacho Ares se ocupa entre las páginas 56 y 66 de su libro de aportar todos los datos y analizar todas las teorías sobre la anomalía ocular de doña Ana (no digo de su “tuertez” porque no recoge el diccionario de la Academia tal palabra, aunque no estaría de más que la fuese considerando).

Y allí saltan las teorías que dicen que se lo rebanó un amiguito cuando ella jugaba a luchar con sables, en Alcalá, siendo muy pequeña. O que fue de una caida de caballo. Al parecer, a doña Ana siempre la dieron por acostumbrada a marimachadas de toda índole, como si solo así, por una inclinación de fuerza, se pudiera explicar lo contundente de su biografía. Marañón apunta a una enfermedad degenerativa ocular, que la hizo perder la visión, y el movimiento del globo ocular derecho, a lo largo de su juventud, estando en la infancia todavía sana, como se explica contemplando algunos de sus retratos. Será, en todo, caso, un misterio a considerar, que nunca nadie resolverá con certeza.

Incógnitas sobre los amoríos

A doña Ana la emparejaron, más los poetas que los historiadores, con diversos hombres: su amor seguro (y obligado) fue con su esposo, el político don Ruy Gómez de Silva, de origen portugués, que alcanzó a ser secretario y primer ministro de Felipe II. Con él tuvo siete hijos y otro embarazo más, póstumo, que no llegó a término. Pero con quien muy posiblemente tuvo qué ver, en cuestión de amores, fue con el que había sido compañero de su marido, y secretario real después de enviudar ella: Antonio Pérez, con quien fraguó, primero juntos, y luego cada uno por su lado, la desgracia y el sufrimiento que la acompañó hasta la muerte. También se ha dicho que doña Ana mantuvo amores con el rey, Felipe II, de los que sería fruto su hijo mayor don Diego… incluso que se llevó muy bien con el príncipe Carlos, el primogénito del rey, que moriría en el alcázar de Madrid de muy malas maneras.

A todos los conoció en directo, trató con ellos, pasó largas jornadas de charla y reuniones. Eran todos “gente del barrio” porque en Madrid la princesa vivía en el palacio de la esquina de la calle mayor con la plazuela de la iglesia de la Almudena, ya derruida; a cien metros del palacio de Antonio Pérez. Y a doscientos metros del alcázar real, donde vivía Felipe y se recluía Carlos. De todos estos amoríos secretos, encuentros, billetes y alcobazas, nos da cuenta Ares en su obra que es superentretenida.

Secretos de imagen

El más apasionante de los capítulos de este libro recién aparecido, es el que trata de los retratos de doña Ana. Se basa Nacho Ares en los estudios, ya realizados, pero aún inéditos, de la investigadora María Kusche. De ellos saca conclusiones válidas, y desde luego rotundamente novedosas: por ejemplo, que el retrato más clásico de la Princesa de Éboli, que acompaña a estas líneas, y que enmarcado barrocamente se conserva en un salón del palacio madrileño de los duques del Infantado, no fue pintado por Sánchez Coello, como hasta ahora se había repetido por todos, sino que es con seguridad una copia de otro original, más pequeño, y hoy perdido, que se le hizo a doña ana en su juventud, mediado el siglo XVI. El conocido retrato la presenta con una gola enorme, rodeándola el cuello, tal como era la moda de Madrid en la primera década del siglo XVII, cuando doña Ana llevaba  ya veinte años enterrada.

Sin embargo, el conocido retrato, bellíismo, de un color y una frescura inigualables, que se conserva en el palacio sevillano de los Infantado, y que representa a la princesa vestida de pastora, tocada de un gran gorro, y con unas simbólicas rosas de colores en sus manos (al parecer, símbolos de sus hijos) está pintado hacia 1560, por Sofonisba Anguisola, en Guadalajara, en los días o semanas en que ambas mujeres (Sofonisba fue pintora excepcional, italiana, en la corte filipina) acomàñando a la pomposa corte hispánica, esperaban en las calles y palacios de Guadalajara la llegada desde Francia de Isabel de Valois, “Isabel de la Paz”, cuando venía a casarse con el Rey Felipe II y sellar con su boda la paz entre Francia y España. Aunque le creíamos (yo entre ellos, lo que delata mi impericia como tasador de cuadros) del siglo XVIII, resulta ser según María Kusche el más antiguo, original  y hermoso de los retratos de doña Ana de Mendoza. Muchos otros retratos de la princesa tuerta son declarados en este libro: a partir de un ignoto original que estaría en la colección procedente del austriaco castillo de Ambras, y que hoy se declara perdido, surgieron las copias, como la del supuesto Sánchez Coello, o las que luego se hicieron y se guardan, entre otros sitios, en la colección del marqués de Casa Torres; los grabados del siglo XIX de Bartolomé Maura y Carderera, o los grandes óleos que se conservan en el Museo Carmelitano de Pastrana, donde aparece la princesa y su marido, junto a Santa Teresa y los carmelitas, fundando casas por la Alcarria. Estos son de escuela madrileña, del siglo XVII.

Hay un par de retratos, de dama desconocida, que muy podrían ser retratos de la Éboli. Porque en ambos, representándola casi niña, se la presenta con los dos ojos sanos, y que en un ejercicio compositivo que ha hecho Ares, con ordenador, poniendo a la retratada el parche sacado del retrato clásico, la sienta bien y ajustado. Uno está en la casa del Infantado también, y otro en el Museo del Prado con el título de “Joven desconocida”. Se parecen tanto a doña Ana, que sin duda son ella misma. No quiero olvidar, no debo, los retratos que han salido, en estos días, de la mano de un magnífico pintor que tenemos en Pastrana, Javier Cámara, y que la representan en traje de “pompa y circunstancia” cortesana, y en hábito de monja carmelita, cosa que como todos saben ocurrió con certeza, y que hasta ahora a nadie se le había ocurrido.

Libros y webs sobre Doña Ana

El libro que acaba de editar Algaba, y que firma Nacho Ares, lleva por título exacto “Éboli. Secretos de la vida de Ana de Mendoza”. Está encuadernado en cartoné, tiene 278 páginas, y numerosos grabados. Se lee de un tirón, y ofrece las novedades referidas, amén de las clásicas secuencias ya conocidas de la biografía de esta misteriosa dama. Destacan las pinturas excelentes de Javier Cámara, aunque las reproducciones de sus cuadros no son todo lo perfectas que merecen las obras de este extraordinario artista pastranero.

De Nacho Ares, ya mencionamos en su día, y ahora insistimos en lo interesante que resulta navegar por él, es un sitio web que surge a partir de esta página: www.nachoares.com/princesa/princesa.html, y que recomendamos a todos que se lancen a navegarlo y disfrutarlo.