Un paseo hasta Zaragoza
A principios de este mes, se ha celebrado en Zaragoza el XXV Congreso Nacional de la Federación Española de Escritores y Periodistas de Turismo. En representación de Guadalajara asistimos el escritor Alfredo Villaverde, vicepresidente de dicha Federación Española, y yo mismo. Bajo la presidencia de don Marcelino Iglesias, presidente del gobierno de la Comunidad Autónoma de Aragón, y con la organización, perfecta, del periodista aragonés Angel de Uña, tuvo lugar un amplio contenido de sesiones que presentaron el turismo de interior como un indudable motor de desarrollo, especialmente en las comunidades autónomas que, como la nuestra, carecen de mar y costas.
Zaragoza es un lugar perfecto para ir hoy, desde Guadalajara, y volver a casa en el mismo día. Ese viaje, que antes era impensable, ni siquiera tras haber construido la autovía, se hace hoy con la mayor comodidad a bordo de cualquiera de los trenes de Alta Velocidad que tienen parada en la estación de Guadalajara-Yebes, y que en tan sólo hora y media te ponen en la estación de Delicias de la capital aragonesa. Con esto, es factible hoy levantarse no demasiado temprano (conviene tener los billetes comprados desde dos o tres días antes) coger el tren en nuestra ciudad, y llegar a Zaragoza a desayunar. Para luego dedicar la jornada entera a visitar esta urbe que hoy cuenta con casi 800.000 habitantes, y que por todos los conceptos (especialmente por su ausencia total de cuestas) es una ciudad moderna, cómoda y agradable.
Zaragoza es también una ciudad plena de historia y arte. Un paraíso para quienes gustan vivir momentos de evocación y admirar las formas y los colores del patrimonio artístico de todas las épocas. Un lugar que despierta nuestra admiración, nada más llegar, es la estación de Delicias, a cinco minutos en taxi del centro de la ciudad. Un espacio de arquitectura pura cuya bóveda plana se fragua con los triángulos del logotipo zaragozano.
En el centro, la de todos conocida Basílica de la Virgen del Pilar, que vive cada momento del día la afluencia masiva de gentes venidas de todo el país, de toda América. Es un lugar perfecto para encontrarse, como sin querer, con alguien conocido. La riqueza barroca del camarín, y el deslumbrante altar mayor en alabastro tallado por Damián Forment, son ya motivo suficiente para darse una vuelta a través del templo. Fuera, la plaza más emblemática de Aragón, todavía rota con el cubo inesperado y absurdo que le pusieron en un extremo, como Oficina de Turismo. Todos opinan lo mismo: -Habrá que tirarlo algún día…-
En el extremo sur de la plaza, se alza la vieja Seo, la catedral de Zaragoza. Solo por entrar, verla, recorrerla, sentirla y palparla, merece la pena hacer el viaje a esta ciudad. Los alcarreños tenemos una catedral que no se queda atrás en ninguna comparación: la de Sigüenza, con su Doncel, su sacristía covarrubiesca, sus coro gótico… pero en esa misma línea de ríos y geografías, siguiendo el Henares hasta donde nace, y bajando el Jalón desde su espalda hasta donde da en el Ebro, el viajero va de catedral a catedral, y no se arrepiente. Porque la Catedral de Zaragoza es uno de los más impresionantes museos de arte que tiene ahora España. Tras un cuarto de siglo cerrada por obras, dándole lustre a los suelos, los muros y las bóvedas que el humo de las velas dejó oscuros tras muchos siglos, ahora esta Seo es una joya que nadie debería dejar de visitar.
No tiene culto, salvo una capilla lateral, que se abre desde la propia plaza del Pilar. El exterior no es que sea especialmente fastuoso, porque en buena parte está rodeada de edificios antiguos y callejas estrechas. Sí es de admirar el ábside, de estética mudéjar con ventanales góticos, y el llamado “muro mudéjar” que tapiza al exterior la capilla de los Luna. Es todo un cántico de formas geométricas y colores.
La entrada hay que hacerla, y pasar por caja, como si de un Museo se tratase, por la espalda, por la calle Pabostría, junto al Arcón del Deán. Allí entregan una guía con plano para que el visitante se sitúe en todo momento, y pueda ir degustando con tranquilidad las capillas, los altares, las techumbres, los mármoles y las rejas. Saldrá, sin duda, en cualquier momento, un guía espontáneo que por poco dinero la enseña toda. Son gentes de fiar.
Son innumerables los detalles que deben admirarse en este templo, muchos de ellos capitales en el arte español. Están los retablos de San Miguel (de lo mejor del navarro Juan de Ancheta, en 1520) y San Agustín (de Gil Morlanes y Gabriel Yoly), más la capilla de San Bernardo, que fue mandada construir por el arzobispo Hernando de Aragón, y tallada toda ella, muros, suelos, techos y altares, en alabastro amarillento por Pedro Moreto, a comienzos del siglo XVI.
No acabaríamos admirando el restaurado órgano, las techumbres con sus claves de madera policromada llenas de emblemas heráldicos, el suelo de mármoles de colores,. Y, finalmente (lo dejo para el final, como recomiendo que lo deje el visitante, para acabar en la explosión de admiración que seguro le va a despertar) el altar mayor de este templo. Es, sin duda, una de las más expresivas y admirables piezas de todo el arte europeo. Llenando el muro de fondo del estrecho presbiterio, se alza la infinita variedad de formas y ornamentos que su autor primero, el escultor Pere Johan, ideó para servir como gran banco en el que poner escenas, personajes y el ostensorio típico de los altares aragoneses. Se inició la obra a comienzos del siglo XV, en 1411, siendo inicialmente de madera, pero a mediados del siglo tomó la dirección de la obra el alemán Hans Piet Dansó, quien a partir de 1467 comenzó a tallar un mundo de escenas y figuras, posteriormente policromadas, que dejan al espectador mudo de asombro. El óculo central lo talló Gil de Morlanes en 1488 y se acabó poniendo en la parte superior un variada y atrevida serie de pináculos. Las imágenes que acompañan al texto, y que pude hacer el día de la visita de nuestro Congreso, dan idea mínima de lo que ese retablo.
En la restauración de la Seo, en la que lógicamente ha tenido que colaborar una amplia variedad de instituciones, el retablo fue sufragado en su restauración por Ibercaja. Se han conseguido limpiar y rescatar los colores de todas sus esculturas. Especialmente las tres escenas centrales son muy atractivas. En la principal, en la que aparece la Natividad, el portal de Belén, la adoración de los pastores y de los Reyes Magos, surgen animales curiosos (como unos camellos que sin duda el escultor que los talló nunca había visto) y personajes en actitudes diversas. Por poner un ejemplo: el Niño Jesús, cuyo pie está besando Melchor, se vuelve sonriente al espectador y le enseña una moneda de oro que sostiene entre sus manos. El rey Gaspar es retrato del escultor alemán. Pasarán los minutos, frente al retablo, y al final de verle, de mirarle, de escudriñarle, parecerá que no ha pasado el tiempo. Tiene algo de adelanto glorioso, de imperecedero espacio trascendente.
Váyase luego el viajero a ver la Aljafería, el Museo que se ha construido sobre el recién descubierto Teatro Romano, el patio de Zaporta en la sede de Ibercaja, la iglesia de San Carlos Borromeo, el Museo Camón… o viva a toda máquina la vida comercial, la noche divertida, los mejores restaurantes… Zaragoza tiene una magia que quien la prueba, repite seguro. Y ahora, desde Guadalajara, con mucha más razón. Somos ya ciudades hermanadas por el AVE, y esa hora y media que nos separa no es nada, porque además el viaje se hace mirando y disfrutando del paisaje de la Sierra Ibérica que atraviesa el tren como un suspiro.
Restaurantes que sorprenden
La oferta gastronómica que tiene Zaragoza es muy amplia. Grandes superficies donde se ofrece comida rápida, para quien quiere aprovechar el día a tope, y suculentos salones donde se erige al buen comer un templo que puede parangonarse, cada cosa en su estilo, a la Seo que hemos visto. Si el viajero va con tiempo, y quiere hablar con conocimiento de causa, de la nueva cocina aragonesa, que vaya a El Cachirulo, en la carretera de Logroño, pero muy fácil de llegar (si te hacen un plano).
Aparte de los salones enormes para reuniones y acontecimientos, está en la planta baja el comedor de diario, con cuadros y obras de arte que uno piensa estar en un museo. Yo comí al lado de una estatua de Gargallo… y ese estilo de degustación sin fin que Acín ofrece y con el que nos sorprende siempre, es sin duda otro de los atractivos de Zaragoza. Imprescindible. Sobre todo….. ese gazpacho casero con pan en explosión de aceite de oliva virgen del Bajo Aragón; ese foie caliente con manzana; esa ensalada de aromáticos y salsa de Oporto; esos muslitos de codorniz en “chupa-chups” al ajillo, y el arroz “a banda” tradicional seco con gambitas y chipirones…. todo eso, para abrir boca. Luego vienen los platos.