San Bartolomé perdido en el monte
La emoción del viaje radica en encontrar cosas nuevas. Que lo sean para uno, para el viajero, y a ser posible (aunque en este mundo trotado es ya casi imposible) para los demás. Esto es: el hallazgo de una pieza artística desconocida, que remueva el cristal del alma y nos proponga una emoción nueva, o nos cambie el punto de vista de las cosas. Esa emoción la han sentido los viajeros una tarde de invierno, nublada y con fuerte viento norteño, en los páramos inclinados de la sierra del Ducado, entre Luzaga y Villaverde del Ducado. Se han encontrado (reconozco que íbamos a tiro hecho) con uno de los ejemplares más puros, simples y emotivos del románico guadalajareño, comentado solamente en los libros que sobre el tema escribieron en su día Tomás Nieto Taberné, Miguel Angel Embid y Esther Alegre, y yo mismo en mi “Románico de Guadalajara”. Por eso de forma más amplia, ofrezco hoy en esta página la forma de llegar hasta allí, la descripción somera del monumento, mla emoción que puede sentir quien con sensibilidad se acerque hasta el edificio. Que añade a su belleza, a su antigüedad, a su valor intrínseco, una perfecta conservación (restaurada por los propios vecinos de Villaverde) y un hálito de misterio evocativo en su soledad montaraz.
Lo que no había sido identificado hasta ahora, era el lugar (despoblado, se les llama) al que este edificio sirvió en la Edad Media de iglesia parroquial: fue el lugar de Portilla, en el alfoz o Común de Villa y Tierra de Medinaceli, hoy en término municipal de Villaverde del Ducado, a 2,9 Kms. al sureste de esta villa, a una altitud de 1.149 metros sobre el nivel del mar, y en unas coordenadas que exactamente son: 40º 59’ 23” Norte, y 2º 27’ 43” Oeste de longitud Greenwich, pudiéndose encontrar referencia en la hoja 488 del mapa del 1:50.000 del Instituto Geográfico Español. Un autor de tanto prestigio como el siervo jesuita Gonzalo Martínez Díez, en su obra “Las Comunidades de Villa y Tierra de la Extremadura Castellana”, sitúa a Portilla en su lugar exacto, a pesar de no haber ido en directo a visitarla. Lo que es seguro es que fue aquello un pequeño lugar de la repoblación castellana, que heredaría un viejísimo castro celtíbero, pues para cualquiera, por poco entendido en el tema que sea, aquel enclave peñascoso, sobre un estrecho y amable vallecejo, frente a muradas altivas y con resguardos de olmedas, huele a celtíberos que asusta. Ese pequeño pueblo, quedaría vacío de gente en el siglo XVI. Si aguantó la peste del catorce, no pudo soportar el despoblamiento y heridas del dieciséis: nuevas pestes y levas de jóvenes para las guerras, la vaciaron. Quedaron sus casas vacías, luego hundidas, finalmente desaparecidas. Pero la iglesia permaneció, como un milagro.
La ermita de San Bartolomé
Invito a mis lectores a que el primer día que de verdadera primavera se trate suban hasta San Bartolomé. Yo lo hice de diversas maneras. Se puede ir desde Villaverde del Ducado, o andando desde alguno de los caminos que, atravesando el pinar, salen desde la carretera que partiendo de Alcolea del Pinar va hacia Buenafuente. Lo mejor, como hicimos hace pocos días, es subir por el camino que del puente sobre el Tajuña sale de Luzaga en dirección al monte. Nada más pasar unos viejos y extraños chalets el camino se empina, y en la altura surge, -se ve desde lejos- el templo románico. Que está tan bien cuidado, tan bien conservado, que hace falta obstinación y fe para creer lo que es realidad: que es viejo, muy viejo, que fue construido hace ocho siglos, y que se trata de un ejemplar auténtico de templo cristiano de estilo románico rural. De nace única, está bien orientado, teniendo al oriente su ábside de planta semicircular, solo perforado el muro por una estrechísima saetera que al interior se abre e ilumina generosamente. La nave única remata en un presbiterio cuadrilongo, y este a su vez en el semicircular ábside. Al exterior, todo es mampuesto severo, con buenos sillares tallados en las esquinas y aleros, donde además sorprenden la variedad y perfección de los canecillos, geométricos puros, alternando los de tres roleos con los de aspecto nacelado. Tiene dos puertas, estando clausurada/tapiada la del sur, y bien guardada por cancela de hierro moderno la del norte, que permite acostumbrarse la vista a la oscuridad del interior, y así ver que está en uso, cuidada, con una buena pila románica en su interior, un gran arco triunfal tallado en piedra que sirve de paso desde la nave al presbiterio, y un ábside final cubierto por gran bóveda pétrea de cuarto de esfera.
El entorno, cubierto el suelo de esa hierba de niebla que es rala, sutil, pero que da color al ambiente. Y mucha roca caliza, mucha sabina perdida y mucho enebro sobreviviendo. Algún pino suelto y chopos en el fondo de la vega. El viento, como dije al principio, helador y limpio, sin dejar que las nubes que todo lo cubren dejen escapar los copos que se barruntan. Al final, una sorpresa singular y un nuevo monumento que añadir, (al menos en la nómina de estas páginas) al patrimonio artístico de Guadalajara. El estilo románico, tan simple y expresivo, tiene una página más en su álbum. Y los viajeros, que enseguida se acogen al calor del automóvil que ha subido hasta allí sin mayores problemas, felices de haber encontrado la dicha en pocos minutos, la sensación de ser miembros de una comunidad que aquí no habla pero que llena los libros, asombrados de encontrar, hoy, y tan lejos, una iglesia que da testimonio de un pueblo perdido, pero aún permite que la vista se alegre con la sencillez y contundencia de unas líneas bien trazadas. Las que anónimos obreros de la piedra, la teja y el cincel pusieron a este paisaje que es viejo y tiene latido: el valle que desde la altura baja al Tajuña en Luzaga. Un lugar para entender nuestra tierra.