Paseos por la Serranía de Guadalajara
Si en esta página animo habitualmente a mis lectores a moverse por la provincia, en esta ocasión lo hago de la mano y con el ánimo que me pone en la espalda un escritor serrano que ha tenido el valor (lo tuvo hace muchos años y lo ha vuelto a tener ahora) de recorrerse entera la Serranía de Guadalajara, o buena parte de ella, porque el extremo norte de Guadalajara es tan ancho, y tan variado, que cuando hablamos de Serranía se nos van los ojos a la abultada línea azul del horizonte que la limita hacia Septentrión, y que se pierde entre los altos picos del Lobo y Centenera, hasta más allá de la Sierra Ministra, el Ducado, lo serrijones molineses, etc.
Un viaje entretenido
Acaba de sacar a luz don Andrés Pérez Arribas, sacerdote ya veterano, e incansable buscador de historias, de artes y de paisajes, una segunda edición de su clásica obra andariega “Viaje por la Serranía de Guadalajara”. Es un viaje que se hace a la antigua usanza, unas jornadas a pie, y otras andando. Durmiendo donde encuentra un techo, y comiendo donde le ofrecen un plato caliente. Y si no lo encuentra, echando mano del bocadillo, la naranja y el agua de cantimplora que le cuelga de las espaldas. Escrito con la jovialidad y el ánimo abierto de quien tiene fuerzas para tamaña empresa: ir desde Valdepeñas de la Sierra hasta Sigüenza, siguiendo un camino nada convencional, que unas veces va por carretera de asfalto, o junto a ella, y otras sube a la cima del Ocejón, baja a las honduras del Pozo de los Ramos o la Cueva del Gorgocil, y acaba siempre, con ese punto de religiosidad que su profesión le da a cuanto hace, ante la imagen venerable de la Virgen de la Salud, en Barbatona.
Yo invito a mis lectores a que se planifiquen en su agenda, para esta próxima y segura (aunque todavía parezca lejana) primavera, un viaje que sea como el de don Andrés Pérez Arribas. Puede hacerse en coche, al menos las etapas de aproximación, y luego a pie las subidas, las visitas a los enclaves raros y perdidos, las evocaciones de otros espacios ya perdidos para siempre, como el Congosto de San Andrés, ahora bajo las aguas del embalse de Alcorlo, o el valle encantador de Peñamira, camino abajo desde Muriel, también hoy (aunque escasamente por la sequía) cubierto por las aguas del embalse de Beleña.
En cualquier caso, un trayecto que voy a poner aquí, casi en telegrama, pero que servirá para poner los dientes largos a más de uno. A mí me los ha puesto, tan solo de revisar en las páginas de su libro las docenas de fotografías con que lo adorna, y echar un vistazo al escueto mapa, que como una convulsiva serpiente muestra las vueltas que dio en su caminata para visitar casi doscientos lugares diferentes.
Empezando por Valdepeñas de la Sierra y siguiendo por Alpedrete, nos lleva a Uceda, vigilante del foso del Jarama y allí se pasea por ruinas y habla con pastores y agricultores que le van saliendo al paso por la carretera que le lleva, en la llanada, a Cubillo y a Casa de Uceda, a Matarrubia, y finalmente a Puebla de Beleña y a La Mierla, bajo un enorme chaparrón.
La Sierra Negra
La visita a Tamajón es obligada, y desde allí el viajero se extiende, con parsimonioso andar y charla con todo el que se cruza, por los pueblos que llamamos ahora del Dios de Noche, o de la Arquitectura Negra: a La Vereda va, y a Matallana. A ver Bonaval, por supuesto, y Bocígano, Colmenar, un Roblelacasa entonces lleno de vida, un Campillo de Ranas próspero, y un Majaelrayo que siempre será el guardián del cerro, la puerta para ascender al Ocejón temible. Eso hace el viajero, y a eso invito yo, pero cuando la primavera esté más en grano.
El Ocejón es el rey de los paisajes, de los bosques, de las pizarrosas parameras. Llena la atmósfera con su rotunda cabeza, y el gris azulado de su pirámide tiene (yo la he escuchado) una voz grave que llama a cuantos le miran, y les pide que suban, que le escuchen, que oigan el diálogo que él mantiene (ese es más tenue, pero más musical y vibrante) con el aire, que siempre sopla en la altura, a más de dos kilómetros sobre la superficie del mar.
Luego (hay que ir por carretera, de nuevo volviendo a Tamajón para pasar por Almiruete y Palancares) se va hasta Valverde de los Arroyos, la otra etapa jugosa de este Viaje, donde hoy mejor que nunca se ve la esencia de este mundo minúsculo, escondido y resplandeciente que es el bosquedal de robles, los espacios cuajados de olor de la jara, el verde terciopelo del brezo colgando por las húmedas laderas… sube el viajero a Zarzuela de Galve, sigue por La Huerce, y aprieta el paso por La Nava, por Veguillas, por Arroyo de Fraguas y Monasterio. En fin, que al fin llega a ese otro lugar que es también llave de la Serranía, a Cogolludo, donde él encuentra a su familia, y nosotros un descanso merecido en cualquiera de sus hoteles, sus restaurantes famosos por el cabrito asado, o en su plaza ancha y renacentista como un abierto espacio de la Toscana trasplantado a estas sierras.
Desde Cogolludo se va (esta es una excursión familiar, y hoy no se podría hacer, como antes dije, porque gran parte de estos espacios están bajo las aguas de los pantanos) a ver la cueva del Gorgocil en Muriel, una de esas maravillas escondidas de nuestra tierra, con la gran tarta de estalagtitas que al bravo viajero que la contempla, empapado y sucio de barro, se le queda grabada en su mente para siempre jamás. Va a Beleña de Sorbe y visita su interesante templo románico. Va a San Andrés del Arroyo y se extasía ante la grandiosidad rocosa del Congosto…
La ruta sigue después y sube a sierras, baja a valles. Desde Cogolludo se va (y tú lector, también puedes hacerlo en cuanto aclare) a Hiendelaencina, a ver los restos de las minas. A Robledo de Corpes, a saber de consejas y leyendas. A Pinilla de Jadraque a contemplar otras ruinas románticas de un monasterio cisterciense perdido en el bosque. A Bustares y su correspondiente e inaplazable ascensión al Santo Alto Rey, donde a don Andrés se le aparecen unas piedras con pinta de ser romanas… en fin. Este es un viaje que hay que montárselo con paciencia pero sin desánimo.
Atienza y Sigüenza
En el fin de este paseo por la Serranía de Guadalajara, y después del obligado y agradable paseo por los tres templos mayores del románico rural (Albendiego, Campisabalos y Villacadima, amén de Galve con su castillo estúñigo) se aparecen ante los ojos del viajero las dos moles monumentales de estas alturas: Atienza, la medieval esencia de los fieles recueros, y Sigüenza, el tam-tam broncíneo de las campanas catedralicias sobre los rojos tejados. Don Andrés desmenuza aquí historias y monumentos, sirviendo de perfecto cicerone a quien quiera acompañarle. Es un viaje este que se nos plantea amplio y profuso, pero una oportunidad más para (fuera de los oficiales circuitos, y de los coloreados prospectos que se distribuyen por fitures, intures y demás ferias de turismo) palpar y andar los caminos bellísimos de esta tierra, que solo cabe conocerla así: andando. No hay otro modo. A ello os invito, como lo hace el libro que me ha servido de excusa para escribir estas líneas.