Por la Sierra del Ducado, entre arboledas románicas
La tarde de primavera, luminosa y fresca, invita a recorrer, siguiendo las carreteras provinciales sinuosas entre los verdeantes trigos, nuestra geografía, que en un día de entre semana está vacía y suena a pájaros solamente. Hemos viajado hasta el altiplano de la Serranía del Ducado, por ver algunos de sus pueblos, por mirar sus templos parroquiales, antiguos y solemnes, cuajados de la magia de una arquitectura medieval que nos hace recorrer un escalofrío desde el cogote a la curcusilla.
Será el domingo cuando mejor se pueda, por una mayoría, repetir esta andanza, y así todos admirar la rojiza piedra de Villaverde, la repetida teoría de los arcos de Tortonda, o el meticuloso cuidado, de jardinería japonesa, que le han puesto al entorno de Luzaga. Tres pueblos perdidos pero vivos en la geografía del corazón de esta sierra. Tres lugares a los que merece la pena ir, para sacarles su sabor a antiguo, su plena certeza de estar vivos.
Villaverde del Ducado
Desde Alcolea del Pinar, la carretera se inicia y tímida se cuela entre los campos de cereal, próxima a las pequeñas manchas de carrascos y sabinares. A cinco kilómetros aparece Villaverde del Ducado, en una costanilla que baja hacia un arrollo ahora hinchado, cuajado en su ribera de arbolillos pletóricos. Un hombre joven, vestido a la usanza de la albañilería popular (mezcla de botas katiuskas de goma verde, mono azul Nissan y gorra blanca John Deere) viene caballero en su minitractor con remolque. Nosotros miramos hacia la iglesia, que se ilumina a primeras horas de la tarde por la galería del sur, por la espadaña del poniente.
Villaverde, con su sonoro nombre medieval y castellano, hace en esta tarde primaveral honor a su apelativo. Fue repoblada tras la reconquista, y perteneció durante siglos al Común y luego señorío de los La Cerda, duques de Medinaceli. De ahí el apelativo, que es común a toda esa comarca, llena de pinares y arroyos valientes, a los que los clásicos denominan Sierra [del Ducado]. La iglesia parroquial, que no pudimos ver por dentro, tiene al exterior la belleza incólume de sus siete siglos. Por lo menos. Orientada al sur está la galería, que fue porticada en sus tiempos, y luego se tabicó, quizás por ganarle espacio y restarle frío al interior. El color de sus piedras es rojo intenso, rojo sangre, un rojo como no se ve en otra parte. El muro meridional del templo de Villaverde es como un paredón herido, sanguinolento, pero feliz, con el rubor de las mejillas que sigue a una buena comida. Tiene una puerta central, que sirve acceso, y a su izquierda tres arcos, ya tabicados, y a la derecha dos, de la misma manera cubiertos. En uno de estos se dejó un pequeño hueco en forma de ventanita. Y sobre el arco central que sirve de entrada, aparece tallado sobre la misma piedra el escudo propio del curato: un par de llaves cruzadas.
Tortonda
Sigue la carretera serpenteando por entre prados y trigales. Por el cielo, alguna que otra nube perezosa. Llegar a Tortonda es llegar a otro oasis de civilización detenida. Las calles están pavimentadas en su totalidad, y el conjunto da una impresión de limpieza, de serenidad, de cuidado. También hay algún joven montado en tractor de los que se usan para las obras. Se ve que en esta época (dejados los trigos a su albedrío del crecer) las gentes de estos pueblos se dedican a la construcción/reconstrucción de sus casas.
En Tortonda todo es iglesia. En lo alto de la loma en que asienta el pueblo, como si fuera una pequeña catedral, un faro montañoso, surge la mole pétrea de su torre, de su nave, de su cumbre de tejas sobre el crucero: y surge en el costado norte, sobre todo, la galería porticada románica. ¿Por qué ese nombre de Tortonda le pusieron los antiguos? Por torre redonda, sin duda. Y a cualquiera podrá parecer que se equivocaron, dado que la actual es de planta cuadrada, de bien cortadas esquinas. Y es que en la remota antigüedad del Medievo, cuando se decidió poner aquí un pueblo, se hizo en derredor de una vieja torre (de origen celtíbero, quizás, de origen árabe…) pero de planta redonda. De ahí el “torre ronda” o “tortonda” que le pusieron.
De la antigua construcción parroquial, hoy solamente queda la galería del norte, plenamente románica, del siglo XIII en su primera mitad. El resto del templo fue reedificado en el siglo XVI, formando una sola nave alta, con remate de crucero, presbiterio y un añadido para sacristía detrás de éste. Sobre el crucero surge una gran linterna ochavada, y encima del primer tramo de la nave, se levantó la gran torre de las campanas, que ocupa toda la anchura del edificio, y que se remata en una terraza almenada, recordando como sin querer a las torres de la catedral de Sigüenza, edificio matriz que indudablemente ejerce una notable influencia estilística.
Esa influencia de la iglesia mayor seguntina se traduce en Tortonda no sólo en la torre de las campanas, almenada como si fuera una fortaleza defensiva, sino en varios detalles de la parte románica que aún queda. El atrio de este templo está abierto al norte, lo cual es una excepción en la ordenación habitual de las iglesias medievales. Solamente las de Baides y Carabias entre las hoy existentes ofrecen esta característica.
El atrio de Tortonda, aunque restaurado en parte hace años, todavía necesitado de una definitiva actuación dignificadora, ofrece una estampa evocadora y bellísima. El viajero encontrará una galería de siete arcos, siendo el central más ancho y alto, abierto hasta el pavimento, para servir de ingreso al recinto. A sus lados, separados de él por jambas anchas, se abren cuatro arcos semicirculares que apoyan en breve moldura, en capiteles y columnas que a su vez descansan sobre pétreo basamento. Los arcos están afirmados por doble columnata y, por lo tanto, por doble línea de capiteles. Estos son magníficos, de tema vegetal, muy estilizados, ofreciendo en diversos modos racimos de hojas de acanto que en las esquinas rematan en volutas, tallados con gran limpieza y elegancia. Una parte de estos arcos, concretamente dos del lado derecho, están ocultos todavía por las reformas posteriores, que consistieron en la construcción, en su lugar, de una puerta, obra del siglo XVI, semicircular con arquivolta externa de bolas. También tenía un ingreso este atrio por su cara oeste, pero hoy está tabicado. Es por ello que decimos, que aún le queda al templo parroquial de Tortonda algunos arreglos que le dejen en condiciones de ser admirado como merece. Ni sería caro ni difícil. Es cuestión de voluntad, de poner a Tortonda en la lista de lugares a los que mirar, -desde las alturas de Toledo-, algún día.
Luzaga
Y luego de vuelta, porque de Tortonda no sigue el camino, al menos para coches de turismo, nos volvemos por Luzaga. Hoy es fácil, porque una pista de tierra, bien señalizada, nos lleva desde Tortonda en cinco kilómetros sin riesgo. La llegada a Luzaga se hace cruzando el río Tajuña, que ahora viene crecido, de tantas lluvias, de tanta humedad que hay en el subsuelo. Todo está como estrenado en este pueblo: la plaza mayor, cuidados sus viejos caserones, su palacio del Conde de Santa Coloma convertido medio en tasca, y las mansiones de ganaderos, de resineros y agricultores: dignas y silentes, limpias y cuidadas.
Arriba del pueblo, en lo más alto, como siempre ocurre, está la iglesia dedicada a la Asunción de la Virgen. Hoy la hemos visto como nueva. Más grande, más limpia, realzada. El ábside es monumental, de planta en semicírculo, ornado de modillones muy juntos y diversos en el alero, plenamente románica. En el muro del sur, se abre la puerta, que es de arcadas múltiples, semicirculares, baquetonadas, con la imagen perfecta del estilo románico rural. La han protegido con un tejaroz, y no le queda mal del todo. Y la han decorado de jardines en torno, de árboles, de lileros, de aliagas y matas de tomillo en flor. Junto a viejas molduras y cimacios, parece el conjunto un jardín japonés. A los viajeros les dejó el sabor de haber estado en un apartado lugar del mundo, aunque, con los pies en el suelo, sabíamos estar en Luzaga, en la serranía del Ducado. Mirando, desde el pretil de calicanto, cómo se perdía el Tajuña entre arboledas, roquedales y distancias bullentes, en la cinta verde y azul de la distancia posible. Como un sueño que vive siempre justo detrás de las copas de los álamos.
Tanto miramos hacia el sur, que sin sentir se hizo la hora del atardecer. Y lo repito: amigo lector y amigo viajero, merece la pena subir a estos pequeños pueblos de la sierra. Ir a Villaverde, alcanzar Tortonda, quedarse a mirar cómo desciende el sol desde Luzaga. A la hora del atardecer primaveral, cuando el sol se va perdiendo sobre las alamedas que escoltan y señalan el Tajuña, el silencio de la serranía verdecida acompaña a los viajeros y les obliga a titular soñado este viaje al románico ducal. Porque lo fue antes y lo será siempre, mientras la realidad no se ajuste a su deseo.