Otro hallazgo mediterráneo: el Doncel de Sicilia
Tuve la suerte el pasado mes de septiembre de recorrer algunas de las principales islas del Mediterráneo, en el seno del 6º Congreso de la Organización Mediterránea de Escritores de Turismo. Y después de atracar en Malta, de recorrer las calles de La Valeta, Medina y Rabat, sus principales ciudades cuajadas en densidad de recuerdos históricos y monumentales del paso de los españoles, otra mañana de fuerte sol, de colores rientes y alegría a la italiana por todas las aceras, me bajé a las calles de Palermo, un enclave de más de un millón de habitantes donde (como en toda Italia) el inmenso caos circulatorio de las calles se suple con el buen humor y la amabilidad sin fin de sus gentes. (La historia de la mafia es cosa que sólo se ve en películas, culebrones y, por supuesto, en las lápidas del Cementerio de los Capuchinos…)Es, en cualquier caso, una cosa de ellos (la cosa nostra) no de los visitantes.
Cantando Granada con el taxista, que en un rapto de alegría se aplaude a sí mismo soltando las manos del volante, llego a lo alto de la Conca de Oro, el Monreale donde pusieron los reyes normandos y los aragoneses su principal palacio dominante del montañoso territorio. La iglesia más impresionante de Sicilia (porque en Italia es difícil que algo supere a otra cosa) ofrece la mezcla de bizantinismo, arabismo y románico estilo más alucinante que se puede imaginar. 6.500 metros cuadrados de mosaicos bellísimos decoran muros y bóvedas del anchuroso templo, mientras que en el claustro de la abadía cientos de columnas y capiteles ofrecen la talla más fina, exuberante y delicada que el románico europeo puede ofrecer.
Hay muchas otras cosas en Palermo. El recuerdo de Carlos V permanece en la grandiosa Puerta Nueva que la ciudad le ofreció en homenaje de sumisión. Deja pequeña a cualquier otra puerta española, con sus enormes atlantes sujetando los frisos y el airoso cuerpo de columnas en el remate. Las Cuatro Esquinas en la calle Vittorio Enmanuel, llamada también Piazza Vigliena en recuerdo del virrey hispano que la mandó erigir, son otros tantos edificios monumentales con fuentes, placas y estatuas que representan a todos los reyes Felipes que ha tenido España. Junto a ellas, la elegante Piazza Pretoria, con su enorme fuente repleta de dioses tallados, que para su particular regalo mandó levantar ante su palacio el virrey Pedro de Toledo.
Finalmente, y tras recorrer la concurrida Vía Maqueda, en recuerdo de otro virrey aragonés, me enfrento al polimorfo edificio de la catedral palermitana, donde se mezclan enterrados en extraños mausoleos los primitivos reyes normandos, con otros aragoneses y gentes diversas de una nobleza que, en esta isla, conoció las más exageradas mezclas de sangre que pueda imaginarse. Cartagineses, griegos y romanos en la antigüedad le dieron su firmeza cultural. Normandos, árabes y bizantinos sus orígenes históricos. Españoles y franceses su solera última. Y hoy la alegría de un pueblo italiano que vive en la calle y, al mismo tiempo, es culto y sabio. Dentro de la catedral, retablos y mármoles, como todas. Y bajo el altar mayor, una cripta. Las guías anuncian un espacio amplio, a medio excavar, con decenas de sepulcros depositados sin mayor orden: unos de origen romano, otros medieval, algunas placas bizantinas…
Por cumplir hasta el fin el rito de la visita turística (y llevado, estoy seguro, de alguna llamada secreta en el corazón) visito esta cripta palermitana. Sorpresa mayúscula, porque nadie habló nunca de él. Allí estaba, en la penumbra penúltima de un arco apuntado, “el Doncel de Sicilia”, un enterramiento medieval que contiene los restos de un misterioso caballero cruzado, Federico de Antioquía, muerto en 1305, y cuya estatua yacente luce encima, tallada por alguno de los miembros de la familia/escuela de los Gagini. Se trata de un individuo un tanto hierático en su aspecto, revestido de armadura metálica, las piernas cruzadas por haber muerto, sin duda, en batalla contra los moros, y a los pies depositado su yelmo o celada. Apoya el cuerpo sobre su costado izquierdo, y reposa su cabeza sobre la mano de ese lado, cuyo codo descansa a su vez en un manojo de almohadones. Con la mano derecha mantiene abierto un libro que se apoya en su cadera, y que, si antes lo estuvo leyendo, ahora le ha entrado el sueño y sólo lo señala, abierto, y lo muestra al visitante. El no lee, ni medita, como el seguntino Martín Vázquez. El caballero mediterráneo Federico de Antioquía está, resueltamente, dormido. La lápida que en un primitivo gótico ofrece la escena de la Anunciación y los escudos del caballero, nos dice algo sobre su condición de magnífico guerrero («miles magnifico») y hermano del arzobispo de Palermo don Olegario.
Pero esta estatua tiene, sin duda, un enorme significado para cuantos nos interesamos por el arte hispano, por el arte de la tierra de Guadalajara en particular. Porque nos viene a demostrar que la corriente de tallar estatuas funerarias con un sentido especial que sobrelleva la simple pérdida de la vida, y representar caballeros, luchadores, en actitud de descanso o dormición, mientras exhiben papeles y libros que demuestran su afición a las letras, es algo de muy antigua y prolongada tradición en las tierras del Mediterráneo. Si la semana pasada veíamos el que pudiera considerarse último eslabón de esta cadena (el «Doncel de Malta» como hemos llamado a la estatua yacente del vizconde de Beaujolais), la que hoy comento se pondría sin discusión al comienzo de la cadena: este Federico de Antioquía es el caballero yacente, meditabundo y lector más antiguo de toda la Mediterranía.
En España la tradición es amplia, llena de excelentes figuras entre las que, sin discusión, y sin falsos chauvinismos, destaca la tallada cifra caballeresca de don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza. Aunque con muchas razones sospechamos fue tallado en Guadalajara, en el taller de Sebastián de Almonacid, la tradición sigue queriendo que fuera de la mano de algún italiano, de Sansovino, por ejemplo, que en aquellos años anduvo la Península, y que tenía ya por entonces, en los finales años del siglo XV, la gloria de haber tallado en la iglesia de Santa María del Popolo, en Roma, las estatuas sepulcrales del cardenal Girolamo Rosso y la de Ascanio Sforza, sin duda claros antecedentes del Doncel, pero también, con menos duda aún, clarísimos herederos de este Doncel siciliano que, un tanto primitivo, inicia un camino muy utilizado en los países mediterráneos.
En España no puede dejar de admirarse la rica factura del sepulcro de Antonio del Corro, en la iglesia parroquial de San Vicente de la Barquera, en Cantabria. El ilustre inquisidor vio su figura tallada por Juan Bautista Vázquez el Viejo, quien aprendió este escorzo en Italia, cuando allí viajó a formarse. Después del Doncel seguntino, el cántabro es el mejor de la Península. Contemporáneo suyo, además. Pero si alguien quiere empaparse de Donceles españoles, puede hacerlo con una «tournée» no excesiva. Puede ir al monasterio de Montserrat y ver el enterramiento de Bernardo de Vilamarí, o a la iglesia parroquial de Bellpuig y admirar el soberbio conjunto en el que descansa, dormido y apoyado sobre su mano, el caballero Ramón Folch de Cardona. También en Salamanca hay más de un ejemplo: en la iglesia de San Martín está la estatua semiyacente de Roberto de Santiesteban (que como Corro y Martín Vázquez está con los ojos abiertos, leyendo o meditando), en la iglesia de San Martín descansa Rodrigo de Maldonado, y en la catedral nueva está Francisco Sánchez de Palenzuela. El segundo de ellos lee un libro, aunque tiene su mano en la sien, en una postura un tanto forzada. También en Guadalajara hay dos magníficos ejemplos de yacentes incorporados: son hombre y mujer, y proceden sin duda del mismo taller que tallara al Doncel seguntino. En la iglesia de San Ginés, hoy muy destrozados por la Guerra y sus agentes, están los bultos en mármol de Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, y de su esposa Elvira de Quiñones: despiertos, incorporados, lectores de sendos libros, lloran su muerte sendos pajecillos dolientes puestos a sus pies.
No merece la pena seguir desgranando erudición en una nota que quiere ser de asombro por ver cómo un tipo universal, el muerto que lee, aparece si cesar en la ruta monumental de la Europa mediterránea. Este que he encontrado en la oscura cripta de la catedral de Palermo es, sin duda, el más antiguo de todos los hasta ahora conocidos, y bien pudiera tenérsele por el antecedente más venerable del Doncel. Pero seguro que la imagen deriva de anteriores modelos, y sin forzar mucho, cualquier especialista en la Antigüedad clásica nos entregaría algún ejemplo pretérito. Bebemos y vivimos, sin cesar, de la fuente de Roma, mientras el viento del Peloponeso nos revuelve el pelo. Y la verdad, cuando se ve amanecer sobre la cubierta de un barco, perdido en la infinidad azul y dorada de las aguas del Mediterráneo, uno no puede más que sentirse feliz, esperar el último puerto, y adivinar la voz que en él nos llama.