Cuatro obras de arte en San Ginés de Guadalajara

viernes, 5 julio 1991 0 Por Herrera Casado

 

Tiene la ciudad de Guadalajara todavía numerosas carencias en orden al mantenimiento de su patrimonio artístico. En muy diversos órdenes. Algunos son edificios (de gran valor arquitectónico e histórico) que paulatinamente se están viniendo al suelo (léase, o mejor, véanse, los palacios de Dávalos en la plaza a la que da nombre, y el de los Guzmán, en la calle del Dr. Creus). Otros vinieron al suelo hace años y nadie hace nada por levantarlos o al menos dignificarlos (ese es el caso del antiguo alcázar, uno de los emblemas de la ciudad, una de las imágenes más sugerentes de la historia arriacense.

Pero hay otros elementos del patrimonio común de todos, que forman parte de la historia y el devenir secular de la ciudad, que están dentro de edificios bien cuidados, pero ellos mismos sufren el abandono y quizás el olvido de cuantos deberían hacer todo lo contrario. Se trata en concreto de los enterramientos de los condes de Tendilla y los señores de Palazuelos, sonoros Mendoza del siglo XV, en el crucero y presbiterio de la iglesia de San Ginés. Muestras sorprendentes y valiosísimas de la escultura gótica y renacentista, respectivamente.

Por recordar someramente la importancia de estos monumentos, cabe decir de ellos que se encuentran en el interior de la ya mencionada iglesia de San Ginés, en pleno centro de la ciudad. Esta iglesia fue antiguamente la conventual de Santo Domingo de la Cruz, el monasterio dominico que en el año 1502 fundó en el lugar de Benalaque, hoy despoblado junto a la carretera nacional de Madrid a Guadalajara, en término de Cabani­llas, don Pedro Hurtado de Mendoza, séptimo hijo del primer marqués de Santillana, heredero de algunos lugares serranos, como Tamajón y Palazuelos, y adelantado de Cazorla en la guerra de Granada, junto con su mujer doña Isabel de Valencia, fué pronto traído a la ciudad de Guadalajara, siendo erigido frente a la antigua puerta del Mercado, extramuros del burgo, en 1556.

Profesó en este convento, en 1521, fray Bartolomé Carranza y Miranda, luego famoso arzobispo procesado por la Inquisición y desterrado a Roma por publicar un catecismo de pretendidas ideas heréticas, y a él se debe el impulso y los dineros para levantar esta iglesia alcarreña, que por su caída en desgracia quedó a medias del proyecto, seguramente grandioso, que se intentaba realizar en ella. El interior de este templo es de una sola nave, con capillas laterales amplias, comunicadas entre sí por pequeños pasadizos. Gran coro alto a los pies del templo. Acusado crucero, con presbiterio alto. De la antigua riqueza que en el orden artístico atesoraba esta iglesia, sólo quedan los destrozados restos de algunos enterramientos, violentamente maltratados en julio de 1936.

A los lados del presbiterio están los enterramientos de los fundadores, don Pedro Hurtado de Mendoza y doña Juana de Valencia. Sus figuras, orantes, con magníficas vestiduras de la época, aparecían ante un fondo de tallada decoración geométrica, orlados de columnas y frisos platerescos, con escudos, y sobre un podio en que las virtudes teologales escoltaban a las armas de los respectivos apellidos. Hoy son estos enterramientos una masa informe de piedras machacadas. Eran obras del siglo XVI en sus comienzos, traídas a este templo desde el abandonado y derruido de Benalaque.

Rematando los brazos del crucero, en sendas capillas de manieristas bóvedas, están los enterramientos de los primeros condes de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza y su mujer doña Elvira de Quiñones, magníficas piezas de la estatuaria funeraria gótica de fines del siglo XV. Estaban en el monasterio jerónimo de Santa Ana, en Tendilla, fundado por ellos, y fueron traídas en el siglo XIX a este templo de la capital para salvarles del abandono. En ellas se veía al señor y señora, yacentes, ataviados a la usanza noble de la época, y a sus pies un paje teniendo la celada del conde, y una dama vigilando el sueño de la señora. Gran profusión de hojarasca, cardinas y animales fantásticos propios del estilo. La escultura del conde, concretamente, se debe a la misma mano que tallara el Doncel de Sigüenza. Confirmado por los más destacados especialistas en historia del arte. Posiblemente ejecutada en el taller del escultor Sebastián de Almonacid, en Guadalajara. Lo mismo que la magnífica estatua yacente del comendador Rodrigo de Campuzano, en la cercana iglesia de San Nicolás. El asalto del templo en 1936 dejó estas hermosas piezas destruidas en gran manera.

Y es a ello que vamos: parece una ironía del destino que la intención de los responsables del patrimonio artístico en el siglo XIX fuera la de salvar a toda costa estas supremas manifestaciones del arte castellano, trasladándolas desde pequeños pueblos a la capital de la provincia, donde encontrarían su ruina, y luego, su abandono.

Creo que las autoridades responsables de nuestro patrimonio artístico, en este caso la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, que tantas muestras de sensibilidad y ganas de arreglar lo que está en peligro nos ha venido mostrando los pasados años, debería acometer este arreglo que las estatuas y grupos demandan. Y fuera, posiblemente, del convenio suscrito entre Junta de Comunidades y Obispados de la Región, pues no se trata de ir al arreglo de un templo o un elemento del culto, sino de los testimonios pétreos de sendos personajes, y de los más destacados, de esa familia que conformó a lo largo de varios siglos la historia de Guadalajara: los Mendoza renacentistas, sabios y guerreros, que dieron en su tiempo el lustre a esta tierra.

Es justo que ahora se lo devolvamos a ellos. Es el compromiso que tantas veces (en discursos y prólogos) se nos ha recordado: la imprescindible solidaridad entre todos cuantos recorremos el mismo camino de una historia regional.