Elogio de un Mendoza: El marqués de Montesclaros
Aunque parezca un recurso fácil, cuando se habla de la historia de Guadalajara se debe recurrir a los Mendoza. Por varias razones: porque dan tono, porque surgen mil humanas anécdotas, y porque se puede hacer el discurso todo lo largo que se quiera. Hay otra razón, más seria, que me guardo para el final: porque sin hablar de los Mendoza no puede entenderse la historia de Guadalajara.
Ahora ha venido el Ayuntamiento de Guadalajara a unirse a esta corriente de la historia que habla de los Mendoza, y acaba de dedicarle una calle al marqués de Montesclaros, a don Juan de Mendoza y Luna, que allá por el siglo XVII fue, entre otras cosas, Virrey en México y luego en Perú. Muy merecida esa calle, como los otros personajes y ciudades hermanadas que acaban de recibirlo. Un nombre de calle es, en definitiva, un espaldarazo para la gloria: la del marqués de Montesclaros acaba de llegarle, 350 años después de su muerte, en forma de una placa en el inicio de una calle remota.
Pero vayamos con el recuerdo de este hombre. Porque si nuestro Ayuntamiento, con toda justicia, le ha puesto una calle en la ciudad de su nacimiento, no vale que ahora se dé la callada por respuesta por parte de la población. Hace tan sólo unos meses (será coincidencia, porque de esto que ahora cuento no hubo la más mínima repercusión pública) apareció un libro editado por la Institución Provincial «Marqués de Santillana» dedicado al marqués de Montesclaros. Junto a estas líneas va la portada del tal libro. Y en él se referencia, a lo largo de 264 páginas, la vida y la obra de este hombre tan peculiar. Que merece ser recordada, aquí y ahora, en la brevedad del artículo. Y luego en el reposo de la lectura, anotando cuanto de curioso y sorprendente en cierra la biografía de este alcarreño ilustre, que hizo las Américas cono todos los honores posibles. Como la hicieron, antes y después, muchos otros alcarreños. Pues solamente en Virreyes, debe ser Guadalajara la tierra de mayor densidad de Europa. Y si anotamos los Oidores, gobernadores, corregidores y demás retahíla administrativa de Indias, la Alcarria fué unja especie de fábrica de emigrantes en siglos pasados. Hoy también, pero no a tan lejos…
Nació Juan de Mendoza y Luna en Guadalajara, en enero de 1571. Vivían sus padres en el caserón de los marqueses de Montesclaros, frente por frente al palacio de los duques del Infantado, sus primos. Educado en la corte frontera de su tío don Iñigo López de Mendoza, entró en el círculo de las armas y fue todavía joven nombrado Capitán de Lanzas, asistiendo a la jornada de Portugal junto a Felipe II y el duque de Alba. A los 20 años de edad, a la vuelta de la excursión guerrera, recibió el hábito y las insignias de la Orden de Santiago.
Casado en 1595 con una parienta suya, doña Ana Mesía de Mendoza, hija del marqués de la Guardia, tuvo con ella algunos hijos, aumentando su descendencia luego con otras mujeres, de las que fue siempre muy ilusionado. Sus cargos públicos se iniciaron en Sevilla, con el nombramiento por parte de Felipe III de Asistente de la ciudad del Guadalquivir. Era en realidad un símil al cargo de Corregidor, y todos le felicitaron porque sabían era ésa la antesala de mejores prebendas en América. Tres años después llegaron éstas, y fueron, como se suponía, la de Virrey de Nueva España (México), que alcanzaba don Juan de Mendoza a sus tan sólo 32 años de edad, pasando de allí, tres años después, a ocupar el Virreinato del Perú, donde permaneció más tiempo, de 1607 a 1616. Los años de virrey en tierra de los Incas fueron especialmente densos, de actividad y creación. Allí mejoró las minas de mercurio en Huancavélica, las de plata en Potosí, creó las defensas del Callao (el puerto limeño que aparece, en grabado antiguo, en la portada del libro que refiero), sostuvo el embate de los piratas holandeses, que nunca como entonces (1615) estuvieron tan a punto de quedarse con todo el Perú, creó los tribunales económicos de Cuentas y el Consulado, etc. Allí en Lima fue también donde también descolló en su afición a las letras: de un lado, protegiendo y alentando a docenas de escritores que pululaban en su torno. Unos banales, otros de peso, como Francisco de Figueroa, Diego de Aguilar, o Bernardino de Montoya, todos ellos reunidos en la «Academia Antártida» de poetas que fundó y protegió el virrey Montesclaros. De otro lado, esa afición a las letras la desarrolló el propio don Juan de Mendoza escribiendo poesías y prosas, unas veces administrativas (Memoriales y Ordenanzas), otras de gentil ironía y lucidez. Allí, en Lima, finalmente, vivió el Mendoza su amor apasionado con doña Luisa de Mendoza, de la que tuvo dos hijos secretos (a voces).
Vuelto a España, deambuló por despachos de la Corte, subió y bajó las escaleras del Alcázar real madrileño hasta que consiguió, de un lado, una encomienda en América (o sea, un buen sueldo para retirarse) y de otro los cargos sucesivos de Consejero de Estado, de Hacienda y de Aragón, llegando a ser presidente de este último Consejo en 1626. Murió en 1628, en Madrid. Sus retratos, que le pintan como hombre severo, delgado y bigotudo, muy al estilo de la época, nos miran desde las paredes de las academias de Historia de México y Lima. Su recuerdo, ahora desvelado de prisa en estas líneas y con más calma y detalles en el libro que refiero, ha quedado afianzado con este detalle, ‑elegante y sabio‑ del Ayuntamiento alcarreño, que nos ha dejado su nombre prendido en el callejero de la ciudad. Gracias a quien se la haya ocurrido.