Recuerdos de Guadalajara de anteayer

viernes, 11 marzo 1988 0 Por Herrera Casado

 

Estoy seguro que a muchos de mis paisanos lectores les gusta a veces identificar aquellos lugares por donde pasan habi­tualmente con los hechos ocurridos en tiempos pasados. Quizás sea ésa una forma de sentirse, aunque sea fugazmente, parte de la historia, y dar así una nueva dimensión, como más honda e impor­tante, a su vida. Lo intentaremos hoy haciendo un breve viaje por algunos lugares de la Guadalajara de anteayer, aquella que no llegó a conocer ninguno de los que hoy ocupa el mundo de los vivos, pero que todos hemos oído alguna vez hablar de estos lugares, a los que sin dificultad puede identificarse y evocarse.

Nos ayuda a esta empresa un libro magnífico que hace muy poco tiempo ha sido reeditado por la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, y que salió a luz por vez primera en 1845: se trata del Diccionario Geográfico‑Estadístico‑Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, redactado en su conjunto por Pas­cual Madoz, referido a todos los pueblos y lugares de España. De esta magna obra, hemos leído las páginas referentes a Guadalaja­ra, a nuestra ciudad, y de ese modo hemos rememorado algunos lugares que estaban vivos en la primera mitad del siglo XIX, y que hoy, por la veleidad caprichosa de las circunstancias y los hombres, han devenido en recuerdos.

Cuenta Madoz, en lo referente al edificio del Ayunta­miento, que se encontraba como hoy presidiendo la Plaza Mayor de la ciudad, que hasta poco antes habían llamado cariñosamente «el corral de Santo Domingo» todos los arriacenses, que era un edifi­cio muy antiguo, que había sido edificado (quiere decir reedifi­cado) en 1585 por orden del corregidor Castillo de Bobadilla. Para el geógrafo estas «Casas Consistoriales» de Guadalajara llamaban más la atención que el Palacio del Infantado, que por entonces debía estar tan viejo y abandonado que daba pena verlo. Pero el Ayuntamiento, mimado por la Administración Central y con fondos públicos progresivamente abundantes, era un gran edificio que en su fachada presentaba dos gruesos torreones rematados en sendos chapiteles (al estilo del actual Ayuntamiento de Madrid) con una galería doble, corrida, entre ellos, con arcos y capite­les de orden jónico en sus dos pisos. Sin duda alguna, más bello que el actual, que es un pastel seudorrenacentista diseñado a fines del siglo XIX. El antiguo tenía una sala de sesiones de 47 pies de longitud y 17 de ancho, con un artesonado, y luego diver­sos salones y despachos para el alcalde, secretario, comisiones y porteros, «todo con bastante comodidad y desahogo», teniendo en la planta baja el Cuartel de la Guardia Civil, capaz para alber­gar 20‑30 de estos individuos más cuadras suficientes para las caballerías.

Otro de los edificios espléndidos de la Guadalajara de principios del siglo XIX era el «Teatro Principal», que se cons­truyó en el solar que había dejado libre la iglesia de San Nico­lás al ser derruida, y que hoy ocupa el Banco de España. Allí se alzaba, majestuoso, en el centro del burgo, el Teatro, que había sido terminado en 1842, y que ofrecía una fachada de cal y canto, guarnecida y pintada, con tres grandes puertas surmontadas de otras tantas ventanas cuadradas, más otro piso más alto con cinco ventanas, y rematando la fachada con un frontón en cuyo centro aparecía el Escudo de armas de la ciudad, rodeado de diversos «emblemas alusivos al arte declamatorio y a la música», acompaña­do todo de una inscripción en letras de bronce en la que se leía «Ayuntamiento Constitucional Año de 1842».

El interior de este Teatro Principal tenía forma de ancha herradura, con dos órdenes de palcos alrededor del patio de butacas, y una galería o tertulia. En el centro se encontraba el palco presidencial, lujosamente adornado y amueblado con cómodos sillones. La embocadura del escenario estaba formada por un arco sostenido de sendas columnas de orden corintio, y sobre el muro numerosas decoraciones pintadas originales del artista Benito Diana. De aquella sala donde tantas veces los dramones del roman­ticismo hispano de mediados del siglo XIX se representarían para emoción y delirio de los arriacenses, no queda hoy sino la sombra nostálgica y un patio de operaciones pecuniarias del Banco de España.

En esa Guadalajara de anteayer había menos plazas y menos parques que hoy, es indudable, pero los que había eran más recoletos e íntimos, más dedicados a que las gentes, a la sombra de sus arboledas, pasearan y se dijeran palabras como arrullos. Madoz nos dice que eran cuatro las plazas que Guadalajara tenía. La de la Fábrica estaba frente al palacio del Infantado y la Academia de Ingenieros, y había sido sufragada por la Diputación Provincial, en 1839, con objeto de que muchos parados que por efecto de la Guerra Civil (la primera carlista) habían debido salir de sus pueblos, encontraran medio de subsistencia adecuado. Estaba poblada de acacias, rosales y moscones, formando cinco calles con sus correspondientes bancos o asientos de piedra.

Las otras plazas eran las de San Nicolás, construida frente al Teatro Principal (lo que hoy denominamos «el Jardini­llo»), que en 1830 mandó construir el corregidor o intendente don Juan José de Orué, y que además de algunos pocos rosales mostraba acacias, álamos negros y otros árboles con un trazado irregular, teniendo una fuente en uno de sus extremos. Otra plaza llamaban del Jefe Político, y se encontraba en lo que tradicionalmente se llamó plaza de Beladíez, correspondiendo a la zona que hoy se halla entre el Colegio de las Francesas y la portada trasera de la Diputación Provincial. Esta plazuela, adornada con tres hile­ras de acacias, fué construida por el Jefe Político (así se denominaba entonces al Gobernador Civil) don Pedro Gómez de la Serna, en 1835, y sobresalía por la elegancia de sus bancos, que eran de asiento de piedra y respaldos de hierro forjado. Final­mente, la plaza de Santo Domingo, abierta delante de la iglesia de San Ginés (antiguo convento de dominicos), fue construida por el Ayuntamiento en 1822, siendo dotada de un amplio salón y 3 pequeños paseos bordeados de árboles y bancos de piedra, gozando en todas las estaciones de la visita nutrida de los arriacenses, que lo tenían por el más amplio paseo de la ciudad. Recuerdos todos de una Guadalajara que, inexorablemente, ha ido cambiando al ritmo de los tiempos.