La iglesia románica de Baides
La mañana de enero está fría, ventosa, gris y blanca en los altos calveros del monte. Todo se empapa de la llovizna puntiaguda y cristalina. Las escaleras que ascienden hasta la vieja iglesia de Baides están cubiertas de una espesa capa de hierba que parece cantar su verde estrofa limpia y brillante. El viajero, que no las sube solo, siente entonces una emoción nueva.
Se acurruca el pueblo, entre encinares y carrascos, ahogada la estrecha calle pendiente, entre los roquedos rojizos que escoltan al Henares. Hemos saludado al regidor de los asuntos municipales, Antonio Antón, que es alcalde y apasionado de su pueblo, y él nos acompaña, fresco y sonriente, hasta el altozano batido de los vientos. Una silueta pétrea, el muro de poniente rematado por la espadaña esbelta y maciza, con sus arcos ocupados de campanas, y el tejaroz tapizado de hierbas y musgos espléndidos.
Al sur se abre la puerta de entrada, rematado el muro que en verano será brillante panel de cales, por una serie de rústicos y antiquísimos modillones que hablan a las claras de la época de construcción de esta iglesia. Por fuerza el siglo XII o, por concesión excesiva, el siguiente. Suenan los goterones que del tejaroz van cayendo sobre la empapada terraza arcillosa.
Dentro, la paz polvorienta de un templo sencillo. La fría madera del pavimento cruje como doliéndose de que la pisemos. La nave principal ofrece sus grandes pilares que sostienen artesonado de madera, hecho en el siglo XVIII. El presbiterio, algo más estrecho, ofrece la imagen de su retablo múltiple, cuajado en hornacinas y repisas de santos y santas habituales. En lo alto, un escudo de armas, que sobre la plata ofrece una banda negra, y en la bordura una cadena de oro: pregona así que fueron los Zúñiga quienes pagaron, en el siglo XVII, esa panoplia inmensa para la devoción de Baides.
La sorpresa se reserva para la segunda nave. El tesón de quienes siempre sospecharon que hubiera algún detalle de interés en este edificio, posibilitó que no hace mucho se picara el muro y apareciera la magnificencia de una completa galería de arcos que formaron en su día, en ese repetido y remoto siglo XII, la galería de acceso al templo, que, caso curioso, y muy poco frecuente, estaba orientada al norte. Se trata de una sencilla secuencia de arcos, semicirculares, apoyados sobre capiteles emparejados, que a su vez descansan en columnas de fuste muy corto y rechoncho, descansando todavía en un corrido basamento de sillares que, al estar roto y ocupado por basto mampuesto en los dos arcos centrales, nos permite suponer que era por ellos por donde se realizaba el paso desde el exterior al atrio porticado de este templo humilde y bello.
Los capiteles románicos de Baides, fueron desgraciadamente picados y en gran parte se han perdido para siempre. Se ven en ellos palmetas, hojas de acanto, algunas finamente talladas, y en un rincón asoma la cabeza de un personaje que recuerda, levemente, las cosas que en Pinilla de Jadraque tallara un artesano de tradición mudéjar. Pero esto lo podemos decir a fuerza de entregar imaginación y aun fantasía en la contemplación de las filigranas pétreas de estos capiteles. En cualquier caso, es una oferta más que la provincia de Guadalajara hace al conjunto de atrios y capiteles románicos que en número tan elevado aporta al estilo en Castilla.
El frío quieto de la iglesia de Baides, que oprime al viajero en sus pedestales perecederos, parece cristalizar en la rotunda masa pálida de la pila bautismal, que allá en el centro del ámbito resume la luz y el silencio de la mañana. Es una pieza también muy antigua, del mismo siglo en que fuera levantado el templo, cuando la fe de las gentes ponía en su hueco maternal el agua santa del bautismo. Unas filigranas sencillas y geométricas recorren su costado generoso.
Otra vez fuera, la niebla difumina el contorno de los montes. Las arboledas de las orillas del río han desaparecido bajo la gris caricia de las nubes. Un frío aluvión de gotas como perlas se pega a la piel, y hace ricos de nostalgia a los viajeros que otra vez bajan el empapado tejido de las escaleras, dulce y resbaladizo como piel adolescente. En el marco triste y apagado de la mañana de enero faltan solamente los colores vivos de unas rosas rojas, que seguras llegarán, cuando madure el recuerdo de esa hora.