Buscando Setas
El día invitaba a lanzarse al campo. Después de las primeras lluvias empapadoras, cuando las nubes densas y rápidas han dejado la tierra calada hasta los huesos, y luego el sol retorna a su cuidado de calentar el horizonte, levantando vahos, neblinas escurridizas, el campo cobra un tono de hermosa limpieza, de diafanidad inmaculada. En las orillas de los ríos, las choperas y las secuencias de los álamos van tomando un color que media entre el verde triste y el amarillo rabioso. Pardos tonos, sutiles graduaciones por las alturas de las plantas, retratan al paisaje de la Alcarria, de la Campiña, de la Serranía áspera del Ocejón, y en la mañana calma se acude con ganas a la caminata.
Pasada ya la puerta de la Sierra, dejando atrás las casas, los palacios, los monasterios ruinosos, la grandeza antigua de Tamajón, entramos por carriles húmedos y zigzagueantes en el corazón de la tierra abrupta, donde el enebro, la sabina, la encina y la estepa imponen su reinado. El campo se muestra a cada paso sorprendente. El olor del espliego húmedo se confunde con el rumor de las hierbas secas de las praderas. Una brisa muy leve ondula las ramas altas de los sabinares, dóciles y tristes. Las encinas, algunas muy grandes, orondas, felices en su ancianidad secular, escoltan el camino hacia Almiruete. A un lado y otro surgen las formaciones rocosas del Cretáceo, alborotadas ristras de cantules modestos, pequeñas navatas cuajadas en su fondo de fresca hierba, alguna cueva donde se refugian animales en el invierno. Por todas partes, mirando atentos, se percibe la vida plena del campo, y la naturaleza ofrece un infinito repertorio de colores, de movimientos, de formas de olores, de aspectos en la distancia lejana, en los interminables horizontes, en los cercanos montes grises de pizarra, o en el inmediato suelo donde aún algunas flores quieren dar su agónico canturreo. El otoño, en esta tierra nuestra de Guadalajara, se carga de glorioso aspecto, de impresionante perfil, de asombro sin fin, en una dádiva continua de sensaciones agradables.
Nuestro objetivo, esta vez, era buscar setas. El ser viviente que surge, en eclosión rápida y sorpresiva, tras la lluvia, al calor suave del sol recuperado. En estas praderas de altura, por las vertientes meridionales del Ocejón, entre las piedras, junto a las secas matas, en los abiertos rodales, surgen las setas de cardo, especie comestible y muy sabrosa. En nuestra tierra hay muchas formas de preparar estas setas. En su obra, magnífica y bien trabajada, Antonio Aragonés pone entre las páginas de su «Gastronomía de Guadalajara» algunas recetas para condimentar las setas alcarreñas y dejarlas en perfecto uso de paladares, por exigentes que sean. Recordamos algunas de las formas en que este autor nos las recomienda: las setas sendileras, que en el Señorío de Molina preparan, como en las celtibéricas tierras de Soria y Navarra, fritas con grasa de chorizo, en rodajas muy finas. Los níscalos los preparan también muy pulidamente en tierras molinesas, revueltos con ajos, sobre un previo sofrito de pimentón y pimienta, y otras veces con asaduras de cordero. En las serranías atencinas, la seta de cardo la preparan frita con ajos, o bien asada sobre las brasas directamente, o sobre unas parrillas, con una gota de manteca, o con aceite y sal, sin más. Ya en tierras de Alcarria, se cogen para comer los bonetillos que llaman, pequeños hongos que se guisan fritos con ajos, o mezclados con patatas aliñadas con pimentón. Así es como preparan las setillas de cardo en Horche, donde personalmente las hemos degustado con auténtico placer: cortadas en rodajas grandes, densas, sabrosas guisadas con agua y muchas patatas, y aliñadas con orégano, hierbas finas y pimentón. En Torija se comen las setas al pereajo, fritas con sal, ajo rallado y perejil, echando un chorrito de vinagre o limón, en clásica y exquisita presentación de estos vegetales. Finalmente pueden prepararse fritas, muy bien escurridas y con algo de sal, sobre la grasa que previamente haya dejado el tocino magro o entreverado que se ha puesto al fuego.
La caminata, larga y bienhechora, relajante, pródiga en encuentros con cosas, con animales, con plantas, con historias, con paisajes, fue escasa de setas. La lluvia resultó corta para llamar del subsuelo a las esporas vitalizadas. Pequeñas, aisladas, unas cuantas setas sirvieron para hacer un frito escaso, pero, eso sí, sabroso. El día, sin embargo, no fue perdido. Una larga conversación con las encinas de un alto rodal desde donde el gris de los roquedos tenía destellos de la paleta de Cézanne, nos confirmó el antiguo, el ancestral dicho de que los árboles hablan. Y no sólo que hablan, sino que cuentan apasionantes historias remotas. En Tamajón, finalmente, una visita al templo parroquial, al caserón de los Montúfar, al restaurado palacio de los Mendozas, nos permite completar el día. Una jornada corta, plena de sensaciones, de encuentros con la naturaleza silenciosa, con la tierra que habla con pulsos de silencio. Una forma más de conocer Guadalajara, envuelta en la luz dorada del otoño.