Algunos científicos alcarreños
Entre los muy diversos personajes que por razones de política, santidad o buenas artes han descollado en la nómina de paisanos alcarreños, quedan por reseñar algunos que han pasado a la historia por su aplicación a la ciencia. No ha sido ninguno de ellos luz espléndida ni pica en Flandes, pero han puesto su grano de arena en el camino lento de la Humanidad a su alto y han cumplido en la medida que todo científico debe hacerlo; aportando su vida de dedicación y añadiendo algún ladrillo a ese edificio inmenso que es el saber humano. Veamos en rápida secesión sus vidas y sus hechos.
Diego Rostriaga Cervigón (Castilforte, 1723 – Madrid, 1783)
De su estrecha aldea alcarreña fue a la Corte, donde entró a trabajar con el acreditado Fernando Nipet, relojero del Rey. La inteligencia y dinamismo del joven Rostriaga hizo que muy pronto alcanzara la técnica de construcción de relojes y máquinas de precisión, lanzándose a una particular investigación en el campo, entonces naciente, de la mecánica instrumental, alcanzando las más elevadas cotas de aprecio en la Corte por su ingenio y dedicación. Algunos grandes relojes, como el del Palacio Real de Madrid, el del Buen Retiro el del Ministerio de Hacienda y otros, son de su mano. El preparó toda la colección de instrumentos necesarios para la enseñanza en el Colegio de Artillería instalado en el Alcázar de Segovia. En 1764 fue nombrado ingeniero de instrumentos de Física y Matemáticas, y luego director técnico del departamento de Física del Real Seminario de Nobles. En 1770 celebró con Jorge Juan construyendo las bombas de vapor para el dique de Cartagena, y aun realizó otros ingenios en los canales de Murcia, así como diversas maquinas y bombas extractoras de las minas de Almadén.
Rostriaga alcanzó, en el reinado de Carlos III, las máximas cotas de reputación y admiración de la Corte, hasta el punto de ser nombrado preceptor en estos temas de los príncipes de Asturias. En los Reales Estudios de San Isidro quedaron muchas de sus obras, en su mayoría experimentales: construyó máquinas neumáticas, pirómetros, barómetros, pantómetros, precisos microscopios, complicadas brújulas, hermosas esferas armilares, escopetas de viento y otros elementos mecánicos y de precisión. Rostriaga dejó así su nombre unido a los estudios y prácticas de la naciente técnica en el Siglo de las Luces (1).
Fernando Sepúlveda y Lucio (Brihuega, 1825 ‑ Brihuega 1883)
Estudió sus primeras letras en su villa natal, siguiendo con la enseñanza media en Guadalajara, y doctorándose en Farmacia en la Universidad de Madrid, en 1849. Ejerció su profesión en Guadalajara (donde también fue profesor de Química y Física en la Academia de Ingenieros militares) Humanes y Brihuega, donde también fue alcalde largos años.
Su inquieto afán le llevo de continuo al estudio e investigación de la realidad alcarreña, en variados aspectos. Así, fue intensa su dedicación a los estudios históricos, arqueológicos y numismáticos en torno a la villa alcarreña donde naciera. Descubrió una necrópolis celtibérica en Valderrebollo y estudió a fondo los archivos municipales de Brihuega y pueblos comarcanos.
Pero donde más dedicación puso Sepúlveda fue en los estudios de la botánica alcarreña pasando largos años de su vida recorriendo la comarca y aun la provincia entera, estudiando, clasificando, cultivando y protegiendo las plantas de nuestra tierra. Densos herbarios y escritos meticulosos premiados en varias ocasiones fueron fruto de sus trabajos, realizados siempre en compañía de su hermano José. En la Exposición Agrícola de Madrid (1857) presentó una colección abundante de productos químicos derivados de plantas alcarreñas, obteniendo con ella un importante galardón. La Asociación de Ganaderos del Reino le premió además por haber obtenido la sustancia precisa para la curación del «sanguiñuelo» o «mal del bazo» del ganado lanar, que en aquellos años causaba estragos en la cabaña nacional. Prosiguió formando herbarios y aumentando sus relaciones botánicas. En la Exposición Provincial de 1876 obtuvo medalla de plata con su trabajo sobre la flora de Guadalajara, y tres distinciones de bronce por otras tantas colecciones de tintas químicas, fósiles y objetos históricos. Es en la Exposición Farmacéutica Nacional de 1882, cuando Sepúlveda obtuvo la Gran Medalla de Honor y la Medalla de Oro de la Sociedad Económica Matritense por su obra ya definitiva, Flora de la provincia de Guadalajara, acompañada de una exposición de 750 especies vivas, que causo gran admiración.
La obra de Sepúlveda y Lucio, sin alcanzar en ningún momento cotas relevantes de cientificismo riguroso, supone una típica expresión del espíritu decimonónico, en el que cualquier forma de aprovechamiento de la naturaleza, derivado de su conocimiento, es recibida como capital en el imparable progreso humano. Su figura y su obra, en continua búsqueda de temas, es representante ilustre del interesante movimiento intelectual del siglo XIX en Guadalajara (2).
Benito Hernando Espinosa (Cañizar, 1846 - Guadalajara, 1916)
Benito Hernando cursó los estudios de Medicina en la Facultad de Madrid, ganando por oposición, en 1872, la cátedra de Terapéutica en la Universidad de Granada, pasando años después a regir la misma asignatura en la Universidad madrileña. Toda su vida dedicado a la enseñanza y la investigación escribió numerosas e interesantes obras, entre las que podemos destacar La Lepra en Granada, Ataxia locomotriz mecánica, y Metodología de las Ciencias médicas, así como gran número de artículos en la prensa médica. Fue nombrado Académico de la de Medicina en 1895. También se dedicó con entusiasmo a los estudios de arte e historia, escribiendo algunas a este respecto como una amplia biografía del afamado músico Félix Flores. El fue quien encontró en una perdida biblioteca de Toledo, en 1897, el importante libro de las «Constituciones del Arzobispado de Toledo» escrito por Cisneros. Su bondad de carácter y su sabiduría le ganaron a lo largo de su vida el respeto de cuantos le conocieron y la admiración de sus paisanos, perpetuado en la clásica medida de dar su nombre a una céntrica calle de Guadalajara.
Francisco Fernández Iparraguirre (Guadalajara, 1852 – Guadalajara, 1889)
En los pocos años que duró su vida, este arriacense supo ganarse un puesto en la ciencia española, y una ferviente admiración de todos sus paisanos, por el entusiasmo, la inteligencia y la valía que demostró en todas cuantas empresas acometió. Dedicado a la botánica, química y ciencias naturales a la enseñanza y teoría de los idiomas; y a un sin fin de actividades culturales que hicieron brillar nuevamente a la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XIX con un empuje propio.
Hizo las primeras letras y el bachillerato en su ciudad natal, consiguiendo posteriormente la licenciatura y el doctorado en Farmacia, por la Universidad de Madrid a los 18 años de edad. Cursó también los estudios de Profesor de Primera Enseñanza, de sordomudos y ciegos, y de francés, ganando la cátedra de esta asignatura en el Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, donde actuó a partir de 1880.
En su faceta de científico biólogo, se ocupó de estudiar meticulosamente la flora de la provincia, obteniendo una medalla de bronce en la Exposición Provincial de Guadalajara, de 1876, con su trabajo titulado Colección de plantas espontáneas en los alrededores de Guadalajara. En esa tarea, descubrió una variedad de zarza (la «zarza milagrosa») a la que Texidor, profesor de Farmacia de la Universidad de Barcelona, bautizó en su honor con el apelativo de Fernandezii. También dentro de su profesión universitaria participó en 1885 en el Congreso Internacional Farmacéutico, presentando varias ponencias al mismo.
En el campo de la investigación lingüística, Fernández Iparraguirre fue un trabajador incansable, abriendo nuevas vías al lenguaje. No solamente laboró en la parcela de las lenguas latinas, dejando varios libros escritos, uno de ellos, en dos tomos, es un interesante Método racional de la lengua francesa, sino que se convirtió en adelantado para España de la primera lengua universal, ideada por Schleyer, y a la sazón propagada por Kerckhoff, llamada el volapük. En ese espíritu de fraternidad universal y de búsqueda de caminos para el «desarrollo sin fin», propugnado en el siglo XIX, Fernández Iparraguirre dedicó todos sus esfuerzos a la implantación de esta nueva lengua en nuestro país. Escribió una Gramática de Volapük y un Diccionario Volapük‑Español, fundando la revista Volapük con la que intentaba difundir por España toda la bondad y el raciocinio de esta lengua de universales alcances. Antecesor del «Esperanto», la lengua del «Volapük», de innegable tradición germánica, no llegó a cuajar nunca. Pero no fue, ni mucho menos, porque nuestro paisano Iparraguirre desmayara en su propagación.
Como incansable trabajador de la cultura arriacense, Fernández Iparraguirre fundó, en compañía de José Julio de la Fuente, Román Atienza, Miguel Mayoral y otros, el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Guadalajara, del que fue presidente y socio honorario dirigiendo su revista, en la que por entonces se publicaron interesantísimos trabajos sobre la historia el arte y la sociología de Guadalajara. La temprana muerte cortó su entusiasmo, dedicado por entero a su ciudad y a sus paisanos. El ayuntamiento le dedicó años después, una calle que, tradicionalmente conocida como «las Cruces», es hoy el más importante paseo de la capital (3).
Bibliografía
(1) GARCÍA LÓPEZ, J. C.: Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara y bibliografía de la misma hasta el siglo XIX. Madrid, 1899, pp. 452‑588.
DIGES ANTÓN ‑ SAGREDO MARTÍN: Biografías de hijos ilustres de la provincia de Guadalajara. Guadalajara 1889, pp. 77‑79.
(2) DIGES ANTÓN ‑ SAGREDO MARTÍN, op. cit., pp. 110
PAREJA SERRADA, A.: Brihuega y su partido, Guadalajara, 1916 pág. 397.
CABALLERO Y VILLALDEA, S.: Flórula arriacense Guadalajara, 1924, pp. 8; 93.
(3) DIGES ANTÓN ‑ SAGREDO MARTÍN, op. cit. pp. 157‑162. CORDAVIAS, L.: Alcarreños ilustres: Francisco Fernández Iparraguirre, en «Flores y Abejas», 140, de 2‑V‑1897, pp. 3‑4 y un grabado.