El Cardenal Mendoza(I)
Se han vertido ríos de tinta en torno a la figura de Pedro González de Mendoza, y muy especialmente han sido autores alcarreños quienes han hecho tal. Siempre desgranando, tras la relación de su vida y hechos, el elogio y la admiración sin límites. Pasa hasta ahora, pues, poco menos que por santo y padre de la patria. Realmente es muy difícil de juzgar rectamente la figura ingente de este hombre, pues brilla en su biografía el carácter de energía y la ternura; la generosidad del grande y la ambición personalista y de clan; el amor auténtico a la cultura y las artes junto al maquiavelismo político y el pluriempleo más escandaloso en cuestiones religiosas. Todo ello se explica conociendo la fecha de su vida y hechos: es la segunda mitad del siglo XV, y él es, por tanto, el producto paradigmático de una época, el hombre del Renacimiento en Castilla. Su padre don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, había sido pionero en la introducción de este movimiento en Castilla, y otros Mendozas se distinguieron en aspectos diversos de esta venida. El Cardenal va a tener sobre sí todos los rasgos: político de altura, eclesiástico, literato e introductor de artes y artistas en su tierra. Sin profundidad en los detalles, pero con la intención de clarificar la ambigua y ejemplarizante postura renaciente del Mendoza más grande, damos ahora su biografía con los datos esenciales que nos le sitúen, esperemos que definitivamente, en el lugar que le corresponde. No fue un santo, ni tampoco un demonio. Tuvo inteligencia a raudales, y la usó. Pero también tenía, y dio muestras de ella, una soberbia insufrible. Ambicioso para sí y los suyos de prebendas, riquezas y poder. Pero generoso a la hora de conceder puestos, de levantar monasterios y crear obras de arte. Quedó su carrera ceñida a Castilla, porque aquí quiso él llegar hasta lo más alto. Podría, sin duda, haber llegado a ser Papa, pero prefirió manejar los asuntos de la Iglesia a la sombra de los Católicos Reyes. Y al fin, como cada cual, y en ambiente milagrero y profético, murió y se quedó prendido en las crónicas y en las interpretaciones de la historia.
Nació Pedro González de Mendoza en Guadalajara, el 3 de mayo de 1428. Y murió en la misma ciudad, sesenta y seis años después, el 11 de enero de 1495. Era hijo del entonces gran magnate castellano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, prepotente y acaudalado noble, señor de vastas extensiones, político influyente y notable poeta. Otros cuatro hijos habían venido al mundo antes que él, dedicados todos a la administración de los estados que heredarían y a las armas. Pedro, Ya desde niño, fue destinado a la Iglesia. Más que nada, para que en ella tuviera su voz y su voto la familia Mendoza. Era lo normal en la época: todas las grandes familias colocaban sus segundones en la carrera eclesiástica, en la que subían como espuma y luego conjuntaban, unas y otras ramas, sus esfuerzo por dar lustre al apellido.
La carrera eclesiástica de Pedro González de Mendoza fue brillante como pocas. A los ocho años de edad se le adjudicó el curato de Santa María de Hita, rica población y parroquia, con un buen sueldo para el titular. Su padre era señor de la villa, y su tío, don Gutierre Alvarez, arzobispo de Toledo, en cuyo territorio se enclavaba Hita. Poco después marchó a Toledo, a la casa de su tío el Primado, para allí estudiar, formarse y esperar el inicio en firme de su carrera. Muy aplicado Pedro, le encantaba leer los clásicos poetas latinos, y traducirlos: la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, otras cosas de Ovidio, y la Historia de Salustio, eran su entretenimiento. Terminado el primer ciclo de sus saberes, le fue concedida una magnífica canonjía de la catedral de Toledo: el «arcedianato de Guadalajara». Tenía entonces 13 ó 14 años, y ya era uno de los más brillantes individuos de la casa arzobispal de don Gutierre Alvarez. Pero en 1445 muere éste y accede al Primado don Alonso Carrillo. Su padre le retira de Toledo y le envía a seguir estudios, de Leyes y Cánones, en la Universidad de Salamanca. Al terminar, y hecho ya un humanista de relieve pasó a la corte de Juan II, entrando al servicio de su real Capilla. En 1454, a los 26 años de edad, el Rey propone a Mendoza para cubrir el puesto a Obispo de Calahorra, recientemente vacante. Y así es nombrado por el también humanista Nicolás V, sumo Pontífice de Roma. Junto al episcopado de Calahorra, le fue asignado el de Santo Domingo de la Calzada, y las Colegiatas de Oñate, Cenarruza Vitoria y Logroño. En todos estos lugares residió por temporadas, aunque ya sin perder de vista a la corte, donde empezará muy pronto a intervenir.
Siguiendo con su carrera eclesiástica, y todavía joven, pero ya con un enorme prestigio en Castilla y en todo el orbe católico, Mendoza puesto al frente de su casa y hermanos, es designado por Paulo II, el 30 de octubre de 1467, Obispo de Sigüenza, una de las más ricas diócesis españolas. A partir de entonces, Pedro recibirá numerosas prebendas, cargos importantes, que no harán sino enriquecerle y ofrecerle el uso de un poder ingente. En 1469, por gracia del mismo Papa, recibe la importante abadía benedictina de San Zoilo, en Carrión de los Condes. En 1473 es nombrado Cardenal de Santa María in Dominica-«Cardenal de España» por ruegos de Enrique IV-. Cambiará luego su título cardenalicio por el más querido de «Cardenal de la Santa Cruz». Sus relaciones con el Pontificado fueron buenas, aunque siempre fue Mendoza el brazo diplomático de la Corte castellana en el Vaticano. Con Sixto IV (el savonés humanista Francisco de la Róvera) tuvo profunda amistad. De él recibió el arzobispado de Sevilla, en 1473, y luego el arzobispado de Toledo, en 1482, así como prebendas tan notables como la abadía de Valladolid, en 1475, y la abadía de Fecamp, en Normandía, más la administración del Obispado de Osma, en 1478, y la abadía de Moreruela, pero con ese Papa tuvo que discutir respecto al modo de proveer las sedes episcopales españolas, que los Reyes Católicos pedían en derecho de presentación. Ello fue a raíz de un acto más de nepotismo del italiano, que había dado la sede de Cuenca a su sobrino el cardenal de San Giorgio. Las dotes diplomáticas de Mendoza zanjaron el asunto favorablemente a Castilla. Ese mismo Papa dio el Placet para la creación en España del Santo Oficio de la Inquisición: el Cardenal Mendoza fue, sino el primer inquisidor hispano sí el cerebro organizador de tan drástica «defensa fidei». Todavía recibió unos años adelante el Patriarcado de Alejandría, y, aunque esto no está escrito en parte alguna, en el cónclave de 1492, en que salió Papa Rodrigo de Borja (como Alejandro VI), -porque tenía que salir un español-, Mendoza jugó la bazas de prestigio, cultura y poder más fuertes, sólo vencidas frente a la juventud y peores artes del valenciano. Viejo ya, y achacoso, el Cardenal de Guadalajara empezó a soltar algunas de sus prebendas: el «arcedianato» de su ciudad natal lo pasó a su sobrino don Bernardino de Mendoza, y el arzobispado de Sevilla a su también sobrino Diego Hurtado de Mendoza. Días antes de morir, ya en agonía, soltó lastre y renunció voluntariamente a sus cargos, prebendas y dignidades, quedándose sólo con la abadía de Valladolid y los obispados de Toledo y Sigüenza, con cuyos títulos suponemos entraría en el Cielo.