Llamada de socorro: De pintura renacentista en Guadalajara

sábado, 12 noviembre 1977 0 Por Herrera Casado

 

En la investigación y reconocimiento del arte de Guadalajara, quedan aún amplias parcelas por, abarcar y estudiar, y es ésta una tarea tan apasionante y fundamental para llegar a comprender de manera total a la sociedad y los hombres del tiempo pasado, que no podemos descansar un minuto mientras no alcancemos nuestros objetivos propuestos.

Quizás una de las parcelas que más ancha opción a la investigación ofrece, sea la del arte renacentista en Guadalajara, en donde, según ya sabemos, tuvo su primer asiento el más primitivo plateresco, traído de la mano de los opulentos Mendozas del siglo XV y del XVI. Y aún dentro de ese campo, en el que quedan muestras arquitectónicas (Cogolludo, Mondéjar, Guadalajara), y muy leves escultóricas (retablos de Sigüenza, algún enterramiento en Guadalajara y en la misma ciudad mitrada), es la pintura renacentista la que tiene aún mucho, prácticamente todo, por descubrir y decirnos su mensaje.

El arte, que siempre se utilizó como modo de transmisión de doctrinas y creencias, se pone en el Renacimiento al servicio del Humanismo, de una visión más total, de la naturaleza, aunque siempre bajo el prisma dirigente de la religión cristiana. En Guadalajara surgieron importantísimos y maravillosos ejemplos de pintura renaciente, casi todo ellos con una influencia clara de lo que en Italia se hacía. Es, además, en la segunda mitad del siglo XVI, cuando comienza la explosión de decoraciones pictóricas en techos y muros, los grandes frescos coloreados y pletóricos de expresión y mensajes. La presencia de los pintores italianos que el Rey Felipe II trajo para decorar El Escorial, se hace sentir en Guadalajara. Y así encontramos a Rómulo Cincinato a Francisco de Urbino, a los hijos del Bergamasco, y quizás otros más, hasta ahora desconocidos, que intervienen en amplias decoraciones pictóricas en nuestra ciudad y alrededores.

Por una parte, el quinto duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, comienza hacia 1568 a realizar grandes obras de remodelación en su palacio arriacense, imitando en todo lo que el monarca Felipe hace en su alcázar madrileño. Si, por una parte destrozó algunas estructuras del gótico palacio de sus abuelos, por otra le aumentó en valor al cuajar de pinturas y estucos los techos de todas las salas bajas, tanto las que daban a fachada como de todas las que daban al jardín. Es Cincinato quien con toda seguridad dirige y pinta personalmente la mayor parte de estas pinturas. De todo lo que hizo, quedan hoy la gran «sala de batallas» y el «salón de caza», así Como dos pequeñas saletas adjuntas, al primero, y restos de la techumbre de la «sala de Cronos» o del Zodiaco, antesala de la Batallas. Se perdieron, al menos, otras tres salas de techos decorados con profusión de escenas mitológicas y grutescos, en el terrible bombardeo y posterior incendio y abandono de 1936. Y ocurrió, pues, lo mismo que con los grandes y magníficos artesonados mudéjares de las salas altas: que se perdieron para siempre sin estudiar, detenidamente, restando tan sólo algunas fotografías parciales que ya nada dicen para comprender el fenómeno artístico‑social de aquellas estructuras.

Otro lugar donde la pintura renacentista se vio magníficamente tratada, y hoy en trance de perderse para siempre, es en la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, aneja a la ya desaparecida iglesia de San Miguel, que fundara a mediados del siglo XVI el doctor don Luís de Lucena. Nada nuevo voy a añadir de estas techumbres, pues creo que quedaron estudiadas de manera exhaustiva tanto en su aspecto artístico como simbólico, en el trabajo que sobre ellas publiqué en, en número 2 de la revista «Wad-al‑hayara». Quedan, de todos modos, por encontrar documentos fehacientes sobre la identidad de sus autores (muy probablemente, también Rómulo Cincinato), tarea en la que ahora trabajo.

Y aún había, en esta parcela de la pintura del Renacimiento, a lo grande y repartida por muros y techumbres, otro magnífico ejemplo, que se perdió, de manera total y absoluta, para siempre. Se trata de la gran iglesia monasterial de San Bartolomé de Lupiana, el convento principal de la orden jerónima. Sabido es que en 1569 fue ofrecido al rey Felipe II el patronazgo de, la capilla mayor de esta iglesia, y, al ser aceptado, pasó a denominarse el cenobio jerónimo de San Bartolomé el Real. Pues bien. En esos años comienza este monarca a edificar El Escorial, también entregado a la orden jerónima, y al mismo tiempo patrocina la erección de la iglesia del convento de Lupiana, encargada al arquitecto Francisco de Mora. Al mismo tiempo, manda a algunos de los pintores que decoran a diestro y siniestro su monasterio escurialense (Tibaldi, Cambiaso, Búcaro Cincinato) a decorar con pinturas las bóvedas de la iglesia y coro de Lupiana. Ni documento escrito ni, mucho menos, artístico, queda de ello. La iglesia de este Monasterio, hoy propiedad particular, está reducida a sus cuatro gruesas paredes, habiéndose hundido sus techumbres en los años veinte de este siglo. Nadie estudió estas pinturas. Nadie hizo ni siquiera una fotografía de ellas. Nadie se ocupó de apuntar en una libreta, o en un papel cualquiera, lo que allí se veía con todos los colores del arto iris.

Y en esta tarea de investigar la pintura del siglo XVI en Guadalajara, y de su mensaje a los hombres de hoy, estoy actualmente empeñado. Para ello, y aparte de la tarea fotográfica y descriptiva de lo que queda, de la parte de investigación documental que ya ha rendido algunos importantes frutos al encontrar varios planos de la reforma del quinto duque en el palacio del Infantado, queda hacer una llamada pública que podría ser de gran importancia. Considerando que hasta los años veinte estuvieron intactas las pinturas de la iglesia del monasterio de Lupiana, y hasta 1936 las de todas las salas de la planta baja del palacio del Infantado, puede haber aún muchas personas vivas que vieron aquello, y quizás alguna que lo fotografiara o apuntara en una cuartilla lo que allí se veía. Si esto es así, yo le rogaría a esa persona que se pusiera en contacto conmigo para tratar de reconstruir, para la historia, esas muestras artísticas que ya desaparecieron. Es esta, pues, una llamada de socorro en pro del arte, de nuestro arte alcarreño, que sin merecerlo ha sufrido tantos desprecios y abandonos. A nosotros toca, a todos nosotros, recuperarlo y estudiarlo. Ponerle en su dimensión auténtica.