Meditaciones sobre Anguix

sábado, 11 julio 1970 0 Por Herrera Casado

I

Quien mira un paisaje, a sí mismo se mira. Porque el mirar es uno de los verbos reflexivos que con mayor inconsciencia se practican. Vamos por el mundo con los ojos abiertos, y vamos quedando por donde ellos, como lapas, perduran en las cosas como un abrazo último y emocionado. Y esos ojos que se quedan en las flores, en las calles, en los vientos, nos miran la espalda, nos ven alejarnos como el grano de trigo mira al sembrador que avanza, mecánico juguete del destino, hacia el horizonte.

Avanzo por el camino pedregoso que desde el pueblo de Anguix se dirige al río. Es un blanco dudar, un pálido aleteo de la tierra. Tiene arenilla suelta o duros baches que algún carro, sobre el barro que un día fue cera sucia, ha dejado labrados y esculpidos hasta la próxima lluvia.

Subo la colina y llego hasta el castillo. Son ruinas de castillo, son eco de otros días. Son tiempo aprisionado y muda letanía. La fortaleza de Anguix se asoma al Tajo. Delante de mí hay unos árboles que estallan primavera. Sus tiernas hojas verde pálidas, casi amarillas, chocan contra el azul del cielo. Y un verde hálito de no materia se forma en mi retina. Es éste el momento en que mi sangre cambia de color y del rojo tradicional pasa al verde luminoso y un tanto desvergonzado que ahora luce. Pero hoy ya no me preocupa este incidente.

La parte más baja de la torre del castillo, fue en tiempos aljibe para recoger el agua de las lluvias. Hoy día, gracias al hueco que los pastores en su muro han practicado, es refugio de ovejas. Igual que el antiguo patio del edificio, a medias solamente protegido por sus antiguas murallas y torreones.

El aire quiere ser transparente, pero existe algo extraño, una fuerza misteriosa que no sé de donde viene (yo creo que procede de las alturas, de las altas capas de la atmósfera), que le fuerza a tener cierta densidad impropia del normal equilibrio entre oxígeno, nitrógeno y otros gases que pueblan el impalpable mundo en que volamos.

Lo que sí quiero resaltar son dos cosas. Primera: que tanto el antiguo aljibe del castillo de Anguix, como su patio, tienen el suelo totalmente cubierto de cagadas de oveja. De ovejas blancas o ovejas franciscanas (es impropio llamarlas ovejas negras, puesto que su comportamiento en el rebaño es digno y discreto). Segundo: que todo el castillo de Anguix, su torre de tres pisos, su muralla semiderruida, sus torreones esquineros, sus almenas, están construidos con piedras: una piedra sobre otra piedra; una piedra junto a otra piedra. Piedras y piedras pequeñas. Muchas piedras. Son dos datos muy importantes.

Cuando veo un paisaje, un castillo, una plaza antigua, un baile verbenero, una puesta de sol, un entierro… en fin, cualquier cosa que miro y me mira, trato de buscar algo que se quiere esconder detrás, y que, de primeras, no se capta. Eso es lo que busco. Lo que da sentido al mirar. Lo que justifica abrir los ojos, y dejarlos vagar, y dejarlos estallar. Lo que da razón para que cualquier palabra, cualquier música o cualquier hecho extraño tengan su sitio justo en ese hecho.

¿Habéis visto alguna vez una cagada de oveja? ¿La habéis tomado en vuestras manos? Es un objeto minúsculo, de un color que no es precisamente negro. De un bello color como el que habita a la entrada de una cueva: entre la luz y la oscuridad, entre el cero y el infinito. Un gran color que encierra la posibilidad inmensa de todos los colores del Universo: como un mal pensamiento que empieza a dejar de serlo, diría yo. Es un color muy humano. ¿Y os habéis fijado también en la sensación que da el tener entre los dedos una minúscula cagada de oveja? Parece un hueso de aceituna, lo que equivale a ser el resto de un rayo de sol que sale entre aguacero y aguacero de otoño. No es dura, y si presionamos, se deshace como en una arena oscura, algo grosera y no muy bien educada, pero con posibilidad de tener algún día una buena figura, si alguien se empeña en ello. Sí. Una cagada de oveja es un mundo lleno de color y sensaciones. Es, además (y muy importante), el resto de una vida. No es un hueso, ni un pedazo de piel. Pero es algo que ha dado, a costa de su sacrificio, un instante de vida sensible. ¿No es acaso emocionante una cagada de oveja? Es toda una historia de abnegación; un auténtico paisaje con historia de batallas, de sacrificios y de grandes renunciamientos. Es realmente emocionante. Así pues ¿qué no será una reunión de millares y millares de cagadas de ovejas? Un cántico que resuena como ni siquiera Wagner pudiera soñar para sus más altas creaciones. Paisaje y música entrañable.

¿Y qué decir de las piedras? Otro día te diré, lector, lo que son ellas. Hoy piensa en lo que hay en el castillo de Anguix: miles de cagadas de ovejas, miles de piedras. Una sinfonía de vida, de palpitaciones antiguas. Y piensa que todo lo que ha palpitado, guarda la vida en lo más recóndito de su ser aparentemente muerto, para un día volver a nacer a danzar, a ­estallar en un ir y venir de sangre y alegría.

Allí arriba, en el castillo de Anguix, hay algo más que piedras viejas y cagadas de oveja. ¿No lo sientes?, ¿no lo escuchas? Sube. Prueba. Mira y mírate. Tú y el mundo, como un vaivén eterno en el mar de los siglos, cantáis sin saber el himno que Dios, a vuestro oído, os va dictando.

II

Hay ciertos momentos en que uno se pone a pensar sobre determinados detalles de la existencia del mundo y del hombre y no puede por menos que entristecerse Sin embargo, es totalmente cierto que en el casi infinito espacio que ocupa el Universo, nuestro planeta, en que vivimos y morimos a diario, no significa prácticamente nada. Es un grano minúsculo perdido en la noche oscura. Es nada. Y cada vez será menos, porque tiende a enfriarse, a paralizarse, a ser un pedrusco enorme, a la deriva en un océano, de transparente y helada oscuridad. El hombre, que lo puebla, nace y muere, y las cosas que crea, cazas y libros, músicas y costumbres, surgen y desaparecen en el transcurrir del tiempo.

Todo esto lo pienso asomado al Tajo, sentado en una roca que rodea al castillo de Anguix. Surgen estas ideas espontáneas, sin necesidad de ninguna fuerza ajena al discurrir de las horas o del agua del fondo del barranco. Son tan del paisaje como lo es aquel pino encorvado, pequeño, paralítico, o el camino que sube a la meseta en la orilla de enfrente.

El castillo aparece, desde lejos, como un viento norteño que se ha parado a descansar unos instantes sobre la alta roca. Su pedestal es gris o azul, y tiene unas manchas rojizas, de un pardo claro o un rojo‑sangre desvaído. La luz que el sol proyecta sobre unas rocas, resalta la sombra de sus hermanas y dan un acento de fuerza y como de cejas fruncidas al paisaje.

Un duro olor a tomillo parece salir de las mismas rocas, y ningún sonido, si no es el que da algún jilguero errante, se escucha en todo el ámbito del cielo. Tranquila la tarde, azul el firmamento, y al fondo el río. Perfecto el paisaje, y vivo. El agua, que trabajosamente baja entre los montes desde el ahogo de Entrepeñas, y se va perdiendo, también sufriente, hacia las anchas sonrisas de Zorita, da una sensación de vida, y, por lo tanto, de fugacidad, al paisaje.

Desde la sala del castillo, desde esas ventanas de su torreón, abiertas a todos los vientos, que, como ojos de Ulises, miran la distancia de los puntos cardinales, se ve pasar el mundo de una forma tal que ahoga. Todo está quieto, y, sin embargo, cualquiera que mire atentamente percibe cómo cada minuto, cada segundo, se esfuma Irremediablemente, río abajo, azul abajo, larga guía acuática y milenaria abajo.

Desde la ventana que da sobre el río, se ve la roca enorme, colmillo arcaico y reposado, apuntar al cielo inútilmente, con ferocidad de pobre bestia atada e impotente. Esa roca animalaria es un sordo bramar de la tierra contra el cielo, una rebelión inútil y sin peligro del ser gigantesco que sabe su triste fin, que ve llegar la muerte sin poder mover siquiera un dedo por detenerla.

Y tan tierra como ella, como los pinos y las rocas, como las nubes y el río, es el castillo. La fortaleza de Anguix no tiene más de quinientos años. Y ya es una ruina, ¿Qué será de ella dentro de otros cinco siglos? Quizá queden todavía algunas piedras que recuerden cuál era la planta de la torre mayor. ¿Y dentro de mil o de mil quinientos años?

No cabe hacer conjeturas. Más tarde o más temprano, allí no habrá nada. No habrá castillo ni habrá pinos. No habrá nubes ni habrá río. Tal vez rocas nada más. Y silencio. Y frío.

¿Te pones triste, lector? Haces mal. Tú puedes salvar todo eso. Tú puedes redimir ese paisaje al silencio del abismo pétreo en que la Tierra entrará de aquí a unos siglos.

El hombre se sienta en una piedra, aspira el olor del tomillo. Escucha el petirrojo. Contempla las nubes, los colores de las rocas, los guiños del sol, las sombras que pueblan el castillo de Anguix. Sabe que ese río que lame los pies al monte se llama Tajo. Goza ese instante. Y el milagro se produce. Porque el paisaje todo, con una voluntad que sale del alma que late en su fondo, se aferra a los ojos de ese hombre.

Tu mirada, lector, que es mirada eterna, que es palpitación perdurable, abriga y da cobijo a ese paisaje. Y Anguix queda. Y queda el Tajo, y quedan los momentos que tú pasas allí, echado sobre la hierba tierna, bajo las hojas que tapizan de verde pálido y de amarillo al cielo.

El hombre es el que salva a la Tierra de su muerte irremediable. Todo hermoso paisaje necesita de unos ojos (los tuyos, los míos, los de todos) para salvar las cien, las mil existencias que posee, y que, irremediablemente, desde el primero de los días, estaban destinadas a la muerte.